Madrid Actualizado: Guardar
Escribir es exagerar, por eso hay tanta literatura de la muerte y tan poca del catarro: preferimos la tuberculosis, mucho más romántica y tremenda. Del mismo modo, se ha escrito mucho del insomnio, que es una tragedia, y no tanto del mal dormir, una molestia manejable pero fatigosa que afecta a la mitad de España, según las estadísticas. A cubrir esa carencia ha venido David Jiménez Torres con ‘El mal dormir’ (Libros del Asteroide), un ensayo diletante o una crónica sutil de lo que acontece en una noche en vela, dentro y fuera de uno mismo.
«¿Tú también eres de la hermandad?», pregunta el autor nada más descolgar (perdonen el anacronismo) el teléfono. Se refiere a esa hermandad que imaginó
el poeta Charles Simic, la de todos esos solitarios que dan vueltas en su cama o en su casa o en cualquier parte, unidos, eso sí, en la triste comunión de la madrugada: «Madre de Dios, todos están invitados / Los pastores peruanos que miran los astros / Los viejos de las veredas de New York / Tú también, muñeca de ojos abiertos / Que escuchas la lluvia junto a un niño dormido». «Es una ceremonia conjunta y multitudinaria. Esperamos en la butaca a que llegue el sueño, pero es una hermandad fundada en la paradoja, porque tal vez la noche sea el momento en el que más solos podemos estar. Es una soledad radical», describe.
«Es interesante, porque la atención cultural y literaria ha ido hacia lo onírico, hacia el mundo de los sueños, que ha generado una fascinación riquísima en todas las culturas, o hacia el insomnio muy extremo. Y los libros sobre el insomnio extremo no son muy representativos: no sé cuántos insomnes extremos hay, pero sí que existe una masa gris de maldurmientes», añade a continuación. ¿Y quiénes son los maldurmientes? Pues «todos esos que dormimos poco y mal, pero podemos llevar vidas razonablemente normales: las calles están llenas a cualquier hora del día de gente cansada».
Jiménez va rastreando la historia del sueño, y de su falta. Llega hasta una teoría que afirma que el ser humano desarrolló la capacidad de alterar su descanso para protegerse de los peligros nocturnos, cuando no existía el maravilloso invento de la puerta. Tiene gracia, esto, porque desaparecido el peligro, o aparecida la llave, esta supuesta ventaja evolutiva se ha quedado como un vestigio tan molesto como las muelas del juicio (el dolor de muelas, eso merece otro ensayo).
El texto destila un cierto escepticismo contra el mantra de que cada vez dormimos peor y apuesta por el pesimismo, que es uno de los nombres de la cautela. «A mí me interesan las razones que se dan para argumentar eso, y a lo mejor tienen razón quienes lo defienden, pero a veces cargan las tintas para enrolar al maldurmiente en el ejército de agraviados del capitalismo contemporáneo. Y en ese intento se caen en argumentos muy difíciles de probar. ¿Cómo sabemos cómo dormía un campesino vallisoletano en el siglo XI? ¿Cómo sabemos si no se quedaba dos horas mirando al techo escuchando los ruidos de la noche? A mí me resulta muy sugerente la idea del mal dormir eterno, esa experiencia humana que se va perpetuando a lo largo de los tiempos con rasgos distintos, y que nos conecta con algún comerciante sevillano del siglo XVII con problemas de sueño. Esa idea de que pertenecemos a una estirpe es muy sugerente».
Al final, lo de dormir mal parece una suerte de maldición. El libro enumera un buen número de remedios caseros o industriales, porque esto también es un negocio, pero confirma su efectividad limitada o inexistente. Sin soluciones, y tras compartir su experiencia, Jiménez plantea la única salida posible: reconocerse entre maldurmientes, en la no tan secreta complicidad de las ojeras, e ir tirando, que es lo único que le podemos pedir al cuerpo.
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