21 noviembre, 2024
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Juan Villoro: “El delito también prospera gracias a la construcción de narrativas”

La novela “La tierra de la gran promesa”, de Juan Villoro, se ubica en la Ciudad de México y Barcelona y narra la historia de un documentalista salpicado por el accionar del narcotráfico, con un personaje que sueña en voz alta, dentro de una historia que tiene una trama policial, la cual según el autor “es una versión épica, exacerbada, de la forma en que complicamos la vida diaria”.

Hace un par de años Villoro, nacido en 1956 en la Ciudad de México, publicó “El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México”, libro de crónicas que busca acercarse a un territorio inconmensurable. “En 1958, cuando Carlos Fuentes publicó ‘La región más transparente’, el paisaje urbano aún podía ser captado por entero”, asegura el escritor y agrega: “Hoy se necesitarían los trabajos combinados de veinte escritores para retratar la asamblea de ciudades que llamamos México”.

“El vértigo horizontal’ es un relato deliberadamente fragmentario, recorre el espacio en líneas temáticas que equivalen a las rutas de un metro imaginario (el índice propone seis líneas de lectura, siguiendo el plano de un sistema de transporte narrativo)”, describe Villoro. “La tierra de la gran promesa”, libro con el que el autor vuelve al género novela después de 9 años, se ubica en la Ciudad de México y Barcelona, pero no trata de ofrecer un mapa general de esas ciudades.

Villoro publicó, en 1991, su primera novela “El disparo de argón”. Era reconocido como escritor para niños, hasta que en 2004 apareció “El testigo”, por la que obtuvo el Premio Herralde, otorgado por la Editorial Anagrama. Ganó los premios José Donoso en 2012 y el Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas en 2018.

-Télam: ¿Cuánto hay de la realidad mexicana en “La tierra de la gran promesa”?

-Juan Villoro: En el caso de la ciudad de mi novela, más que un paisaje definido, hay sitios que determinan a los personajes: la casa de seguridad donde se oculta un capo, el estacionamiento de un centro comercial donde se comparte información, un bar al que acuden oficinistas que buscan pasar inadvertidos, el despacho de un abogado, un tribunal donde se rinden declaraciones… La escenografía se ocupa menos de la ciudad que de la forma en que ahí se ejerce la ley.

-T.: ¿Juan Villoro puede decir que el documentalista Diego González “cest moi” como dijo Flaubert de Madame Bovary?

-J.V.: Hay muchos puntos en común con Diego. Compartimos pasiones y decepciones generacionales. En algún momento pensé en estudiar cine para escribir guiones. Me enteré de una escuela en Roma y aprendí italiano para ir ahí, pero nunca hice el viaje. Por otra parte, escribir crónicas y hacer documentales tienen muchas similitudes. He enfrentado la inquietud de recibir información confidencial. Cuando alguien te ofrece una filtración no lo hace por altruismo, sino para que te conviertas en su vocero. Los datos que te da pueden ser relevantes, pero debes saber a quién afectas y a quién beneficias al publicarlos. El delito también prospera gracias a la construcción de narrativas. De pronto, a un sector del crimen organizado le conviene que sus actos se atribuyan a otro grupo y hace denuncias para que eso suceda.

Diego no es capaz de advertir en qué medida se complica y compromete al ser testigo de la realidad. En un documental intervienen muchas personas e intereses y eso contribuye a confundirlo. El periodismo escrito no pasa por tantas mediaciones. Otra similitud con mi protagonista es la salida a Barcelona como escape. Fui ahí con mi familia después de sufrir un asalto en México y, como Diego, me llevé mis problemas en el equipaje.

-T.: ¿Cómo funciona el acercamiento y la rivalidad de Adalberto Anaya con el protagonista?

-J.V.: Me interesaba plantear una relación de co-dependencia que en principio es de colaboración, luego se convierte en una enemistad casi obsesiva y acaba siendo una compleja forma de la complicidad. Nadie conoce tan bien a Diego González como Adalberto Anaya, el periodista que fue su condiscípulo, que le ha brindado contactos para hacer documentales, que se ha sentido excluido y que lo investiga a fondo, descubriendo errores que el propio Diego ignoraba. Hay algo muy inquietante en ser culpable de cosas que no sabes que cometiste. Adalberto le revela eso a Diego. Pero la gran moral de la trama -si se le puede llamar de esa manera- es que en una situación tan descompuesta como la que ellos viven el mejor aliado sólo puede ser quien te más conoce: tu némesis, tu antagonista, la persona que considerabas tu enemiga y que es tu complemento.

-T.: ¿Las formas de poder indagar y contar la realidad tienen siempre un entramado y clima policial?

-J.V.: La mayoría de las tramas dependen de una investigación: el protagonista quiere saber algo. Cuando esto involucra al delito, se puede quedar en el mero plano de la acción y la deducción. La zona “negra” del “thriller” tiene que ver con algo más: una incertidumbre moral; no es posible saber quiénes son cabalmente los buenos y quiénes los malos. Hay oponentes por los que puedes tomar partido, pero, a diferencia de los superhéroes, los protagonistas no dependen de ejercer sus poderes sino de desperdiciar sus errores. Quienes disputan son personas que se han equivocado y buscan enderezar el rumbo sin que eso las redima por completo. Esto no es muy distinto de lo que nos pasa a todos; el “noir” es una versión épica, exacerbada, de la forma en que complicamos la vida diaria.

-T.: ¿Vainillo es un arquetipo de los narcotraficantes mexicanos?

-J.V.: La verdad es que no quería construir un arquetipo. Muchas historias del narco, tanto de ficción como de no ficción, construyen una imagen folklórica del criminal. Lo presentan como alguien radicalmente ajeno: un narco disfrazado de narco, que usa coloridas camisas de Versace, desayuna el hígado de su enemigo y colecciona jirafas de oro de tamaño natural. Esta visión del villano como monstruo ha sido fomentada por el discurso oficial. Cuando el presidente Calderón lanzó su “guerra contra el narco” en 2006 habló de los “malosos”.

Los narcos han sido vistos como bárbaros incrustados en la sociedad. Lo más extraño es que forman parte del tejido social y se parecen a nosotros más de lo que pensamos. Si no entendemos eso, si nos limitamos a demonizar a los criminales, no podremos acabar con el problema. Los narcos que aparecen en mi novela son personas, algo más complicado y peligroso que ser monstruos.

-T.: ¿Los haters en las redes realmente pueden generar un daño a la imagen de las personas como sucede con el protagonista?

-J.V.: Desde que un homo sapiens descubrió que podía sospechar de otro, el odio existe entre nosotros. Lo que ha cambiado es que ahora se ha convertido en recurso de comunicación.

Los haters son un fascinante fenómeno de nuestro tiempo, personas dedicadas a propagar desprecio. No es necesario que sientan lo que dicen; como las chicas que atienden una hot line fingiendo excitación, pueden simular su repudio; lo decisivo es que no depongan su actitud.

Diego es víctima de uno de los muchos escándalos que ocurren todos los días y se convierte en incómodo trending topic. Esto ya es tan común que no tiene relevancia narrativa; lo que me interesaba describir es la forma en que la condena puede extraviar su objetivo. Diego es vilipendiado por algo mucho menos grave de lo que en verdad cometió. Ese desplazamiento es común en el precipitado discurso de las redes, donde la actualidad borra los antecedentes. Alguien es criticado por una razón de peso y en unos minutos el cuestionamiento se dirige a algo sin tanta relevancia pero que resulta más llamativo; los dardos se siguen disparando pero dan en el blanco equivocado. Es lo que quería contar en el capítulo “Trending topic”.

-T.: ¿El epígrafe de Calderón de la Barca lo acerca al personaje que habla dormido y también a la literatura del Siglo de Oro?

-J.V.: El impulso para escribir esta historia surgió del sueño. Quería escribir acerca de un documentalista que habla dormido y está casado con una sonidista que puede descifrar su confesión nocturna. ¿Qué clase de sueño tiene? Algunos de los relatos oníricos nos inquietan porque en realidad son recuerdos, cosas que nos sucedieron. Diego tiene una pesadilla recurrente de ese tipo. Cree enterrar esa zona secreta de su vida, pero no sabe que la comparte con su mujer (ella tiene la grandeza de comprenderlo en silencio, sin alterar la vida que él lleva en la vigilia). Es imposible pensar en esto sin recordar “La vida es sueño”. De ahí el epígrafe. En tiempos de Calderón se soñaba sin testigos electrónicos; hoy el inconsciente va a dar a tu celular o al de tu pareja.

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