24 noviembre, 2024
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Agustín Fernández Mallo: «El mundo puede irse al garete por exceso de amor»

Dice Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) que escribir es relacionar, y uno sospecha que tras esas gafas enormes que sujetan su mirada se esconde algo distinto: un físico, pero poeta, un poeta, pero físico, un misterio como el hielo y como el fuego, un hombre que habita varios universos, que busca respuestas en lenguas que aún no existen. De allí, quién sabe de dónde –él siempre trae noticias de muy lejos–, ha vuelto con un obra extraña, ‘El libro de todos los amores‘ (Seix Barral), una novela que es a la vez un ensayo y una oda y un evangelio. Porque escribir es relacionar a dos amantes con un mundo que se apaga y otro que se

 enciende; usar la economía de la abundancia para hablar del amor, servirse del tiempo profundo de la geología para explicar por qué ciertas personas nunca se van del todo de nuestras vidas. Lo dijo Cirlot: todo es un muro o un espejo o una ventana.

—¿De dónde nace este libro?

—El libro no tiene un germen exactamente concreto, como nada tiene un germen concreto. Ningún origen existe, ni siquiera el Big Bang se sabe si fue el origen de algo. Pero bueno, lo que me interesaba era hacer un tratado personal del amor, que es un tema que siempre me ha interesado mucho, porque siempre lo he visto muy ambiguo, extraño. Nunca sabes qué es amor, qué es odio, y además en la sociedad contemporánea el amor ha tomado muy diferentes configuraciones… Era un reto que me apetecía, inventariar el amor, porque yo escribo para satisfacer mis retos personales, nunca escribo pensando en el lector.

—¿Nunca?

—Creo que es un error, totalmente. Uno tiene que escribir pensando no en agradar ni en desagradar a nadie, sino en desarrollar su propia poética.

—En un momento de la novela afirma que no hay nada más difícil de representar que el amor.

—Probablemente sea así. Primero porque es algo totalmente huidizo, no sabes exactamente qué es el amor. Y segundo, porque es un sentimiento de una complejidad tremenda, en el que se mezclan muchas sensaciones, muchas emociones, que confluyen en una cosa que damos en llamar amor y que es una mezcla de otros muchos materiales… Es una parte de la vida a la que dedicamos gran parte de nuestro tiempo. Nadie, ninguna persona, emplea tanta energía, dinero, tiempo, todo, como en buscar amor en su vida.

—Pasa como con el tiempo, que decía San Agustín: sabes lo que es si nadie te lo pregunta, pero cuando quieres explicarlo ya no lo sabes.

—Claro, pasa igual. Pasa con el tiempo, pasa con el amor, con estos conceptos que… El amor es algo que cuando lo estás viviendo no tienes la sensación de estar enamorado, y cuando eres consciente está acabado. Y empiezan las paradojas: qué significa que seas consciente de algo cuando ya lo has perdido. Si eres consciente es que aún sigue existiendo, de alguna manera. Esto se puede aplicar incluso en cuestiones prosaicas: yo siempre he pensado que los divorcios no son más que la continuación del amor por la vía del conflicto.

—El fin del mundo es el telón de fondo del libro… ¿Se ha inspirado en las últimas noticias?

—El mundo no se está yendo al garete: no sé qué obsesión hay con esto, yo veo que se vive mejor que nunca. No creo en el apocalipsis. Llevan siglos y siglos, treinta o cuarenta siglos, diciendo que el mundo se acaba y aún no se ha acabado. El apocalipsis es una manera de introducir miedo a las personas, la mejor forma de controlar a alguien.

—Pues ese Gran Apagón que menciona una y otra vez en estas páginas rima bastante con el presente…

—Yo no lo iba a llamar así. Lo puse para seguir escribiendo, y con el tiempo se quedó. Tiene que ver con una anécdota personal. Mi esposa y yo vivimos un Gran Apagón. De pronto, todo el West Side de Manhattan se quedó a oscuras. Fue una experiencia única. Veías cómo la naturaleza retomaba lo que era suyo. Eran calles a oscuras como un bosque a oscuras. Todo lo que era de una manera de repente era de otra. De todas formas, en la novela el Gran Apagón es el del mundo, en general, no solo de la luz: el fin del mundo conocido. En Venecia empiezan a parecer zonas en las cuales los sentidos empiezan a retirarse: los olores, la gente se queda ciega, el tacto… Se va apagando la sensibilidad humana.

—¿Y estamos faltos de amor, como sugiere un personaje?

—Yo, personalmente, creo que hay un exceso de amor, o que se le llama amor a cualquier cosa. Hoy día es muy interesante ver cómo el mercado nos vende objetos a través de las emociones. Y una de las emociones que nos vende es el amor. Vendiéndonos amor, supuesto amor, de paso nos vende objetos. Eso es el emocapitalismo, el momento en el que el mercado no te obliga a comprar nada, pero te hace creer que en esa transacción económica lo que compras es amor. Compras afectos.

El escritor, en un momento de la conversación con ABC – Ignacio Gil

—Por cierto, ¿por qué Venecia como escenario?

—Hablamos de Las Vegas, que es una ciudad que me encanta, pero la primera Las Vegas fue Venecia. Es una ciudad muy artificial, y no digo artificial como algo negativo. Venecia me interesaba porque, en realidad, también es como un archipiélago de tierra y una ciudad que flota, de algún modo. El amor tiene que ver con eso, para mí. Son como ideas, archipiélagos, nodos de una red que está flotando en nuestra cabeza y que nunca sabemos en verdad qué es. Por otra parte, me atrae por algo puramente histórico y económico: el capitalismo nace en Venecia. En Venecia se firma el primer cheque bancario de la historia, y la primera producción en cadena de algo empieza en Venecia para producir barcos. Todo eso era muy interesante. La idea de que el lugar donde empieza el capitalismo, de algún modo, sea donde empieza el mundo a venirse abajo.

—Hay un cierto tono bíblico en este libro, casi profético, evangélico.

—No ha sido una inspiración directa, la Biblia, pero quizás espontáneamente la narración tomó ese aire solemne… Hay dos tipos de literatura: la que viene de la Biblia, y la que viene del helenismo, de Homero. Y son dos formas de narrar totalmente diferentes. Así que celebro esa impresión: es el libro más vendido de la historia [ríe].

—Le cito: «He pensado que todas las cosas tienen surcos. El asfalto que pisamos y la ropa que vestimos, las rocas de los bosques y las tejas de las casas, las decoraciones en el cuero de los zapatos y los hocicos de los perros, todo posee sus propios surcos y microsurcos, por eso creo que en todas las cosas ha de haber un sonido y cada objeto ha de contener su música particular».

—Todo tiene surcos, por tanto todo es susceptible de tener música, o de contarnos una historia. La dificultad está en encontrar la aguja que pueda extraer la historia de cada cosa. Cuando tú le cuentas una historia a alguien esa persona está haciendo de aguja para ti. De algún modo está sacando de ti una historia… Por otra parte, me interesa esa idea de que el futuro de la humanidad pueda estar contenido en una bola de vinilo, y no en cincuenta mil servidores que hay en no sé dónde. Volver a la idea de que algo rústico, como el fuego, como el vinilo, puede contener el futuro de la humanidad.

—Hay otra idea muy bella, y es esa que dice que lo que nace entre dos amantes es un espacio imposible de conocer para el resto de la humanidad.

—Toda pareja construye un mundo, una ciudad, un territorio, que solamente ellos dos pueden habitar. Eso es una singularidad única en el planeta. La magia de la pareja es eso, y es increíble: que haya algo que solamente tu pareja y tú conozcáis en el mundo. Nadie, ni el mayor microscopio, ni el mayor telescopio, ni el mejor científico… Nadie podrá ver eso nunca. El problema es cuando la pareja se separa. ¿A dónde va ese territorio? Queda vagando por el planeta Tierra y ya nadie lo podrá visitar. Es una arqueología contemporánea.

—¿No desaparece? ¿No se acaba ese amor?

—El amor es como todo: una vez puesto en el mundo ya no puedes borrarlo. Esto es un principio antropológico básico: una hoja de papel en cuanto existe no puede jamás dejar de existir, una ideología en cuanto existe ya va a existir siempre. Lo que ha sido emocionante para una persona alguna vez, para un grupo de personas, no puede dejar de serlo para otros que vengan luego.

Agustín Fernández Mallo posa para ABC
Agustín Fernández Mallo posa para ABC – Ignacio Gil

—Usted ve amor detrás de todo: en el fuego, en las cuchillas de afeitar, en las serpientes.

—Yo creo que saber escribir es saber relacionar. Saber escribir no es hacer frases bonitas: eso lo aprendes. Es saber relacionar. Y quería ver qué puede haber de amor en cuestiones científicas, arqueológicas, económicas, políticas. ¿Qué clase de amor hay en una transacción económica? ¿Qué significa el dinero? ¿Qué clase de amor contiene el dinero, si es que alguno contiene?

—En el fondo, viene a decir que lo impregna todo.

—El amor claramente es el motor del mundo, pero para bien y para mal. Por amor compramos y por amor vendemos, y por amor hacemos el bien y el mal… Por el amor al prójimo se han hecho cosas fantásticas, pero también barbaridades: el propio comunismo, el comunismo real, no fue más que por amor al prójimo, como las colonizaciones de la iglesia católica del siglo XVIII. ¿Qué significa el amor, ahí? El mundo puede irse al garete por exceso de amor.

—El amor, ¿es una creación cultural?

—Tiene una parte visceral, porque es una emoción que el ser humano necesita aunque sea solamente para preservar la especie, pero lo importante es cómo conceptualizamos esa emoción. Eso es lo fundamental: la parte cultural. No creo en esta idea de que lo importante sea el amor primario, porque el amor primario me puede llevar a matarte.

—Entonces, ¿lo que no es cultura es barbarie?

—Por supuesto. Pero voy más atrás. Yo creo que no hay nada que no pueda ser cultura. Todo lo que el ser humano ve y toca y siente es cultura. Todo. Un átomo es cultura. Cuando ves un árbol por el bosque no ves un árbol: ves todos los árboles que tu cultura ha visto, ves una idea de árbol. Todo es cultura. Además, la barbarie también es humana; los árboles no conocen la barbarie. Es como la gente que dice: Hitler es un inhumano, Stalin es un inhumano. No, el problema es que son humanos, demasiado humanos.

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