Lo primero que hice fue pedir un café negro como nuestro porvenir. O mejor dicho, intentarlo, porque no llegué a conseguirlo, topé con uno de esos camareros que hacen todo lo que se les ocurre excepto atenderme: barrió la barra, secó la vajilla, limpió las botellas, partió limones, rellenó los hielos, limpió dos cámaras, reguló el volumen, cambió el barril, ordenó los periódicos, cambió el rollo de la máquina, dio cambio para tabaco, subió la calefacción e incluso cumplimentó con cierta clase el modelo 303. Valoré con intensidad –toda la que puede tener un hipotálamo sin café– la posibilidad de que en realidad fuera invisible. O incluso que no existiera y yo solo fuera una obra más de ARCO,
una performance que quisiera simbolizar la soledad metafísica de la sociedad posmoderna, algo a medio camino entre De Chirico y Hopper. La verdad es que llevo unos días leyendo a Cabanne y Duchamp y supongo que el entusiasmo hizo el resto. Pero lo cierto es que no miento, el camarero no llegó a verme. Y, sabiéndome adimensional, pasé por taquilla con la soberbia con la que pasan los trenes de mercancías por los pueblos abandonados. Y pensé que, si una sombra es el reflejo en dos dimensiones de un cuerpo de tres, es posible que un cuerpo de tres sea la sombra de uno de cuatro que no percibimos. Y, por tanto, que un hombre sin sombra, como yo mismo, quizá fuera símbolo de la trascendencia misma, el espíritu de Duchamp paseando por este Madrid taciturno.
Por entonces, Rusia estaba invadiendo Kiev, ya saben: el mundo se derrumba y nosotros vemos arte contemporáneo. Pero, en realidad, Europa había muerto hace mucho. Como con Cézanne, murió de nuevo la tradición que aspiraba a la obra perfecta para dar paso a una era de artistas profesionales, hechos para trabajar, no para crear, hechos para comer tres veces al día y no para morirse de hambre en cada obra. Yo esto lo vi claro en el momento el que me supe invisible y pude sobrevolar los pabellones de Ifema como un demente. Y como nadie me veía pude posar junto a las obras, hacerme selfis con artistas con bigote y sacar la lengua a los visitantes. Y qué visitantes. Todos vestían esa ropa que yo nunca encuentro. Quizá la ropa de los asistentes a ARCO sea otra obra de arte. Vi a un señor comprando un grabado de Chillida que valía menos que su traje, aparentemente casual. La vida.
Porque no hay nada más de derechas que el mundo del arte. Y cuanto más contracultural, más de derechas. Y cuanto más de izquierdas la pose, más pija la mirada, y cuanto más progresista la mirada, más conservadora la agenda. Desde Miguel Ángel los artistas se acercan al dinero para sobrevivir y el dinero se acerca a los intelectuales para legitimarse. Es simbiótico: sin mecenas no hay revolución. Para «épater le bourgeois», es conveniente que haya ‘bourgeois’. Pero, como decía el otro: «da igual: ‘le bourgeois’ también somos nosotros».
En ARCO no hay moqueta y el espacio parece un loft de Brooklyn, una mezcla entre museo, centro comercial y feria que vende arte como podría vender jamones. Pero, como yo era invisible, decidí buscar a otros como yo. Y estaba plagado. Vi a un batería invisible de Esther Schipper tocar 4:34 de tamborrada en ‘loop’. Ahí fue cuando me mesé la barba como un gilipollas. Los de al lado me miraban como miran en un ‘estrella Michelin’ al que entra diciendo ‘¡que aproveche!’. Solo hay algo que me resulte más odioso que los ‘ultra lovers’: los ‘mega haters’.
En ARCO te desensibilizas y acabas pasando por obras maestras como si pasaras por calendarios de mujeres desnudas colgados en un taller. Y ya da igual todo. Ayer leía a Uriarte preguntarse: «¿Cuánto se tarda en ver un cuadro?». Y una vez oí a Garci decir que tres cuartos de hora. Yo hoy me pregunto: «¿Cuánto se tarda en ver un estand?». Yo creo que toda una vida porque, en realidad, lo que importa no es la obra sino lo que se interpone entre tú y la pared. Y eso es tan largo como sea tu profundidad. En realidad, eso es el arte y lo que tiene valor es la idea que surge en el diálogo con tus referencias y tus traumas. Y hablando de referencias vi a Magritte en cinco hombres con bombín. Incluso vi al propio Magritte a mi lado en el urinario, no miento. Lo de Duchamp, supongo. Y luego sus bombines en ‘Project ESD’, junto a los retratos de dos hombres con nariz de payaso que llevan a esa manzana de ‘El hijo del hombre’.
Y más hombres invisibles. En realidad, si te fijas, todo en ARCO es invisible, todo el espacio está lleno de ausencias, de recuerdos, de presencias parciales, de gente que se ha ido y de gente que no ha llegado. Porque el arte no es ornamento sino delito, son efectos cuyas causas desconocemos, pequeños desastres causados por personas anónimas, lo que no deja de ser otro grado de invisibilidad: mujeres que se fueron, hombres que no han llegado, desastres naturales y restos de naufragios. El mejor de todos en Cibrian, galería situada en esa alfombra donde Esther Gatón dialoga con Susan Cianciolo en un encuentro transmaterial y transgeneracional entre el ‘art’ y el ‘craft’. En su obra vi colgado el ala de un dinosaurio, una tempura de huesos, algas sobre ramas y una sustancia viscosa como de arte recién nacido, aun en el cascarón. Y manos de hombres invisibles en conserva realizadas por Miguel Ángel Gaüeca en Espacio Mínimo, quizá la galería con propuesta más potente: Moraza –«los sólidos son memoria de lo líquido»– y Liliana Porter con su propuesta excepcional con ecos de Genovés.
Y por los pasillos, copas de vino abandonadas por otros hombres invisibles. Y ojeras que anticipan lo que se les viene encima. Porque todos piensan que ARCO está lleno de farsantes y seguramente sea cierto. Pero ningún farsante mayor que el artista que quiera seguir vendiendo paisajes hiperglucémicos a abuelitas despistadas.
Siguiendo con hombres invisibles. En Vera Cortés vi los nenúfares de Monet sin Monet. Y a la ‘Ofelia’ de John Everett Millais sin Ofelia. Y luego un pantonario de cielos de Cristina Garrido en ‘The Goma’. Y lo mejor: Enric Farrés desapareciendo en directo, regalando su firma y dinamitando su obra en ‘Bombon Projects’.
Y me fui como vine: sobrepasado, trascendente e invisible. Hay excursiones de jubilados en ARCO y nada me resultaría tan contemporáneo como ver a sus nietos jugando al tute y rezando al patrón de pueblo. Quizá su invisibilidad, como la mía, no sea más que una perfomance. Pero si me dijeran cuánto vale, quizá ahorraría para comprarla y destruirla. Y, en realidad, no se me ocurre un final más bello.
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