28 noviembre, 2024
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La verdad tras la ‘nazificación’ de Ucrania: un país maldito por la barbarie de Hitler y Stalin

Viktoria Ivánova era una niña cuando la Segunda Guerra Mundial asfixiaba Europa. Corría 1941, los nazis habían entrado en Kiev y ella, inocente, paseaba por la calle cuando se topó con un cartel en el que los alemanes pedían a los ucranianos que se reunieran en un punto concreto con ropa de abrigo. «Los judíos que lo leyeron pensaban que no los iban a ejecutar. Que los iban a evacuar a otra parte, que los iban a trasladar. Fueron muy obedientes, claro, y cumplieron con las órdenes», recordaba.

Pero la realidad pronto asestó un golpe que destrozó aquella ilusión. A finales de septiembre, llevaron a la muchedumbre que se presentó al barranco de Babi Yar y perpetraron una matanza. Se

 perdieron más de 33.000 almas.

Algunos parientes de Viktoria fueron asesinados a balazos aquella amarga jornada. Triste final para una familia que, apenas una década antes, había padecido en sus tripas la falta de alimentos provocada por la locura de Iósif Stalin. Casi cuatro millones de ucranianos murieron por entonces en una hambruna conocida como Holodomor y que, según afirma el productor, historiador y experto en el Holocausto Laurence Rees en ‘Hitler y Stalin’ (Crítica), fue «causada tanto por el deseo estalinista de imponer la colectivización agraria, como por la insistencia del dictador en que se desviaran alimentos de Ucrania para dar de comer al resto de la Unión Soviética». «Se apoderaban de todo: harina, cereales… cualquier cosa que estuviera en un tarro», desveló Olha Tsymbaliuk, una de las víctimas de aquella locura roja.

Vidas paralelas

Estos ejemplos, incluidos en el nuevo ensayo de un peso pesado como Rees, demuestran dos cosas. En primer lugar, que Hitler y Stalin sometieron a la misma Ucrania que hoy sufre el asedio de Putin a barbaridades similares. Pero también que, aunque el Camarada Supremo ha contado hasta hace bien poco con cierta bondad propagandística por haber formado parte del bando vencedor en la Segunda Guerra Mundial, no era más que otro dictador similar al que cenaba verduras y maldecía en alemán a casi dos mil kilómetros de distancia. Aquello de dos perros equiparables, pero con diferente collar. Dos sabuesos convencidos de que Dios había muerto y que, a cambio, sería sustituido por una ideología de masas. La suya, si afinamos más el dardo.

Como hiciera el griego Plutarco en el siglo II con los emperadores romanos, Rees analiza en su extenso ensayo las «vidas paralelas» de el ‘huno’ y el ‘hotro’, en terminología unamoniana. Las muchas similitudes y las no pocas diferencias de dos dictadores que se alzaron sobre el resto cuasi por casualidad.

Porque, aunque lo parezca desde el ventajismo que ofrece el paso del tiempo, el historiador insiste en que «no estaban predestinados a ello», sino que se auparon sobre dos conflictos europeos –la Primera Guerra Mundial y la Revolución Bolchevique– para acomodarse en la poltrona. Aunque también, y respectivamente, en ideas como la primacía de la raza aria y en la revolución social de escaparate; esa que muestran de puertas para afuera los bienquedas.

Ejemplo ucraniano

Lo llamativo es que Rees vertebra el texto sobre un millar de testimonios inéditos como los de Viktoria u Olha. Gracias a ellos podemos trasladarnos hasta Ucrania y entender el conflicto actual; uno gestado al calor de las barbaridades de Hitler y de las tropelías de Stalin. A través de sus ojos es posible entender que, tras años de hambruna y explotación, los kulaks de Kiev –campesinos a los que los bolcheviques persiguieron y expropiaron sus tierras– se posicionaran del lado germano tras la Operación Barbarroja,

«A los alemanes que luchaban contra la URSS los veíamos como aliados, más cuando todo el mundo creía que instaurarían el Estado ucraniano», afirmó Alekséi Bris, un natural de la región que, al poco, empezó a trabajar como intérprete para las tropas del Tercer Reich.

Laurence Rees – ABC

La obra nos permite vislumbrar también que el lobo no tardó en mostrar la patita bajo la puerta. Así, Hitler pasó de ver con buenos ojos Ucrania (antes del inicio de las hostilidades había confirmado que la necesitaba para «que nadie pueda sacarnos de la guerra por medio del hambre»), a valerse de torturas, deportaciones y asesinatos masivos para subyugar a una población que consideraba inferior. Tanto fue así, que la sociedad se vio sometida a la misma penitencia que había padecido en los años veinte y treinta bajo el régimen comunista. Inna Gavrilchenko, de quince años en 1941, recordaba en este sentido que la llegada de los invasores se caracterizó por «tres o cuatro días de robos incesantes» que provocaron una hambruna letal durante el invierno de 1941.

La conclusión es que, fuera a un lado u otro del mundo, Adolf Hitler y Iósif Stalin atesoraron una serie de similitudes que terminaron por condenar a una Europa ya renqueante tras la Primera Guerra Mundial. Las diferencias, a cambio, fueron más bien personales y estéticas. Una de ellas, como recuerda Rees, que el Camarada Supremo contaba con un mostacho mucho más espeso que su colega..

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