Ser novelista, escritor, en general y con todas sus particularidades, es una cosa muy rara. Bien lo sabe Rosa Montero (Madrid, 1951), que empezó a habitar ese extraño mundo de invención y fantasía a los cinco años, cuando comenzó a garabatear sus primeros cuentos. Desde entonces lleva formando parte, de un modo u otro, de ese 15% de personas a las que les cuesta creerse la realidad y en cuyas cabezas bulliciosas chisporrotean sin cesar ideas e imágenes que van abriendo camino: los creadores. Una palabra, creación, que parece estar irremediablemente ligada a un término mucho más antipático, locura. Y de esa relación, unas veces dispar y otras asimétrica, pero siempre fértil e intensa, trata su último libro, ‘El peligro de estar cuerda’
(Seix Barral), un ensayo apasionante donde la realidad y la ficción se dan la mano en perfecta conjunción, como si de un baile narrativo se tratara.
—¿Por qué este libro, por qué un ensayo sobre la relación, los vínculos entre creación y locura, y por qué ahora?
—Yo tengo la sensación de que es el libro de mi vida por varias razones. La primera es porque son dos temas que he estado devanando toda mi vida. Uno de ellos es la sensación de que mi cabeza no funcionaba normal, que es algo que he tenido claro desde pequeña; luego, además, como he tenido esos ataques de pánico, pues intentas entender esa cabeza. Siempre he tenido esta cabeza bulliciosa. Todos los creadores, seamos buenos o malos, tenemos el mismo tipo de cabeza, y de eso es de lo que habla el libro. Ser novelista es una cosa muy rara, porque te encierras en una esquina de tu casa durante años a escribir mentiras, y eso también es inquietante. Así que son dos temas que me han turbado y también embelesado desde pequeña, y de hecho los he ido tratando en artículos, en libros, sin llegar a una conclusión.
—Es curioso porque, más que un ensayo, se parece mucho más a la escritura fluida de una novela, no es nada farragoso de leer.
—Muchísimo más, y luego tiene ficción entreverada… Es un libro que es un gran patinador (ríe), patina por la vida y por toda esa complejidad de la vida. El propio ritmo interno del libro me hizo encontrar ese camino a través de ese bosque que al principio me pareció impenetrable, me pareció que no iba a ser capaz de hacerlo. Con este libro he llegado por fin a responderme de una manera suficiente y válida cuál es el secreto de la creación. Tengo la sensación de que he montado el rompecabezas de la creatividad y de la cordura.
—Era un puzle muy complejo, y al final no le ha sobrado ni una pieza.
—No, por eso me siento tan aliviada y tan maravillada, porque ahora entiendo cómo me funciona la cabeza, cómo nos funciona la cabeza. Porque no es un libro sobre mi cabeza, aunque yo también me he estudiado a mí misma como si fuera un entomólogo estudiando a un coleóptero. Es un intento de entender cómo nos funciona la cabeza a los que, según mi teoría, somos como un 15% de la población.
—Locura es una palabra fea… Aunque tengo la sensación de que la hemos afeado a base de tópicos y prejuicios.
—Sí, totalmente. No hay locos de la misma manera que no hay cancerosos, porque la enfermedad mental no es todo lo que tú eres, y el cáncer tampoco. Pero tenemos vicios verbales que indican muchos de los prejuicios que tenemos con la gente con problemas mentales.
—El lenguaje nos define.
—Y hay que tener en cuenta que según la OMS el 25% de la humanidad pasará en algún momento por una enfermedad mental. Una de cada cuatro personas. Es lo más común del mundo.
—Dice en el libro que una de las cosas buenas que fue descubriendo es que «ser raro no es nada raro, lo verdaderamente raro es ser normal». ¿Por qué esa obsesión con la normalidad, cuando no es más que un constructo social?
—Es que, además, la palabra normal no se refiere a lo más habitual, sino a lo normativo. Es miedo. Las sociedades construyen cajones con la realidad porque es tan compleja, tan contradictoria, tan oscura… La realidad es un espejismo y, sobre todo, es una construcción en todos los sentidos. Parte del mundo que vemos es imaginario. La construcción de cómo entendemos ese mundo y cómo nos relacionamos con él es otra creación. Somos un cuento, una narración en busca de sentido. La realidad es tan resbaladiza que la gente tiene miedo y necesita simplificarla. Cada vez vamos aceptando más la complejidad.
—Yo tengo la sensación de que tendemos cada vez más a simplificarlo todo.
—Sí, pero es un momento político. Hay como una hambruna de dogmatismo en el mundo, y de la falsa pureza del dogma, y de la falsa certidumbre del dogma, como si eso nos explicara todo. Pero eso es porque la complejidad del mundo es tremenda. Y para desaprender esa complejidad tienen que pasar muchas cosas malas, que pueden pasar, eh…
—Ya están pasando…
—Sí, están pasando y pueden pasar, el calentamiento global y todo… Nos quedan unas décadas por delante horribles, horribles.
—Antes hablaba del miedo y, precisamente, la locura produce tanto miedo que la gente que padece alguna enfermedad mental lo vive como un estigma. ¿Cómo podemos combatir esa estigmatización?
—Hablando de ello, asumiéndolo. Y está pasando. Una de las pocas cosas buenas de la pandemia, con un coste altísimo, es que está rompiéndose el tabú de la salud mental en todo el mundo. Va a ser muy difícil que vayamos atrás. Cuando empiezas a nombrar las cosas empiezas a poder actuar sobre ellas.
—Lo que no se nombra no existe.
—Y más todavía en el caso de la salud mental, porque un trastorno mental es una ruptura de la narración colectiva. Estás en un lugar de una soledad tan indescriptible que si no has estado alguna vez allí porque te ha pasado no eres capaz de imaginarte de qué soledad se trata. Un trastorno mental neurótico, como el mío, es como que llega un gigante, te pega una patada y te saca de la existencia, sientes que ya no eres humano, ya no eres nada. Si a esa soledad colosal añades el estigma social ya es el infierno absoluto y para siempre.
—Esa extrema y absoluta soledad muchas veces termina en suicidio, que es otro de los temas que trata en el libro. Pero nos sigue incomodando usar ese término.
—Sí, además los creadores son mucho más tendentes al suicidio, y los escritores los que más. Antes había pactos de no hablar, y todo es ridículo, todo es ridículo. Hace tres o cuatro años, los expertos y los familiares de suicidas empezaron a decir que hay que nombrarlo, lo que pasa es que hay que saber cómo se nombra. No tienes que dar detalles morbosos. Casi cuatro mil personas se suicidan en España cada año. Realmente se necesitan un millón de circunstancias coincidentes para llegar al suicidio. Entonces, si puedes hablarlo, si tienes apoyos, basta con esperar un poco, porque algunos de esos ingredientes van a desaparecer y en cuanto desaparezcan no te vas a matar. Es una pena matarse. Se puede evitar.
—Una frase muy impactante del libro es cuando se pregunta: ¿será también la mala gente un recurso genético?
—La filosofía y las religiones llevan toda la vida intentando entender el mal. Necesitamos darle un lugar al mal, entenderlo, y no hemos contestado a eso. El cerebro tarda en madurar muchísimo, hasta los 30 años no madura. Uno de los pasos de la madurez del cerebro sucede en la primera adolescencia y consiste en una poda brutal de las conexiones sinápticas inútiles, innecesarias, de las neuronas. Pero hay un 15% de personas a las que no se nos poda el cerebro, tenemos un cerebro inmaduro neuralmente, seguimos con ese chisporroteo. Y ese chisporroteo es algo positivo para la especie. Newton tenía problemas psíquicos, Einstein también, Marie Curie era una depresiva y una bipolar… La gente que ha abierto caminos son gente con cabezas hiperchisporroteantes. Hay ese 15% por un lado, que son hipersensibles, y hay otro 15% por otro lado que son los psicópatas.
—Porque lo importante es no confundir psicopatía con psicosis.
—No tiene nada que ver. De hecho, la psicopatía no es considerada una enfermedad mental, es solamente gente que tiene un callo en el corazón, que son incapaces de sentirse en el lugar del otro, que no deben de tener neuronas espejo, que son los malos, malos, gente muy mala.
—Que los hay.
—Ya lo creo que los hay. Entonces, dices: qué curioso que haya el mismo porcentaje, más o menos, a un lado y a otro de la escala. Y si es necesaria esa parte de los empáticos chisporroteantes, ahí es donde me hice esa pregunta absolutamente angustiosa: ¿y si se necesitara eso para algo? ¿Puede el mal tener un lugar en el mundo?
La entrada Rosa Montero: «Hay una hambruna de dogmatismo en el mundo» se publicó primero en Cultural Cava.