Para la escritora y periodista estadounidense Vivian Gornick, la relectura es un ejercicio que implica “vivir de nuevo todo lo dicho hasta ahora”, ya que permite recuperar perspectivas, resignificar creencias y celebrar los instantes que regala la literatura para repensar el modo de habitar el mundo, una impronta está en su libro “Cuentas pendientes” donde conviven las historias de D.H. Lawrence, Marguerite Duras, Doris Lessing y Natalia Ginzburg con distintos momentos de la vida de la autora que fueron modificando sus encuentros con las obras.
“Todavía leo para sentir el poder de la Vida con mayúsculas. Todavía veo al o la protagonista presas de fuerzas que escaparon a su control. Y cuando escribo, sigo teniendo la esperanza de situar a mis lectores tras mis ojos, de que vivan el asunto como yo lo he vivido, de que lo sientan con la misma visceralidad que yo”, escribe Gornick en la introducción del libro editado por Sexto Piso y traducido por Julia Osuna Aguilar.
Dividido en diez capítulos, “Cuentas pendientes. Reflexiones de una lectora reincidente” puede leerse también como la crónica de una vida atravesada por la pasión por la lectura que invita a su narradora a escribir primero y animarse a vivir de la escritura después.
Pero, a su vez, es un libro de ensayos que pone en relación a la anglo-irlandesa Elizabeth Bowen o a la italiana Natalia Ginzburg con sus contextos, proponiendo pensar en lo que cada escritora ponía en juego a la hora de escribir.
Por ejemplo, en relación a Bowen (1899-1973) explica: “La novela que publicó en 1948, ‘El fragor del día’, se redactó durante la Segunda Guerra Mundial, pero no se culminó hasta después de la contienda, cuando, como la propia escritora contó, llegó a comprender mejor- no del todo, solo mejor- de qué había estado escribiendo”.
A Ginzburg (1916-1991) le dedica uno de los capítulos más emotivos, ya que confiesa que a partir de su obra pudo “amar más la vida”: “Al leerla, como he hecho en repetidas ocasiones desde hace muchos años, experimento la euforia que provoca que te recuerden desde el intelecto que eres un ser sensible”, asegura.
Sobre la autora de “Léxico familiar”, Gornick (Nueva York, 1953) explica que fue el descubrimiento de su ensayo “Mi oficio”, a sus “veintimuchos años” y su idea de que “no iba a escribir la gran novela americana”, lo que la ayudó a encontrar su oficio como escritora.
“Fragmento a fragmento, vamos comprendiendo que el propio ensayo, el que ha escrito Ginzburg y estamos leyendo, es un Bildungsroman en miniatura en el que la autora está enseñándose a madurar y a ocupar su lugar en el mundo como un ser humano que es escritor: esa es la historia”, grafica la autora y periodista.
A lo largo del libro asistimos a detalles de su vida en los que la lectura, la forma de entender el comportamiento de un personaje la hicieron modificar rumbos o decisiones que parecían terminantes. Esto le pasa al releer a Delmore Schwartz y a Abraham B. Yehoshúa, quienes la llevaron a preguntarse por qué nunca había sentido la atracción de ambientar algunas de sus obras “en el contexto de la judeidad en Estados Unidos”.
En ese mismo capítulo cobra protagonismo Elizabeth Stanton, una militante que dejaba la presidencia de la Asociación Nacional para el Sufragio de la Mujer en Estados Unidos, y a la que Gornick escuchó pronunciar un discurso. Allí Stanton, a quien la autora define como “un animal político”, habló de “la primordial naturaleza solitaria de toda vida para las mujeres”. La ensayista describe ese momento como “si fuera poesía: hasta tal punto se parecía a la ‘cosa en sí’”.
Promediando el final del libro, la autora de esa trilogía que fue presentada como sus memorias y se compone de “Apegos feroces”, “Mirarse de frente” y “La mujer singular y la ciudad”, se dedica a hablar de sus dos gatas, a las que llevó juntas a vivir con ella y mientras intentaba compartir la cotidianidad con esas dos nuevas habitantes de su casa, fue clave toparse con “Gatos ilustres”, de Doris Lessing.
Ahí vuelve una idea que insiste en otros momentos del libro y es que los contextos modifican la forma en la que alguien se encuentra con una obra: algo que en un momento nos puede parecer irrelevante, en otra época de nuestra vida puede resultar revelador ante alguna preocupación, aliviador de un dolor o tan solo nos ayuda a identificarlo, darle nombre y así cauce.
Lo cierto es que Gornick se topó con ese libro de Lessing cuando apenas comenzaba su convivencia con las gatas y no encontró lo que buscaba: “¡consejos concretos!”. Hasta que cuenta que tiempo después lo volvió a abrir y lo leyó “de una sentada”. “Otro claro ejemplo de cómo tuve que convertirme en la lectora para quien estaba escrito el libro, que se había quedado esperando todo ese tiempo”, advierte.
Si los libros que componen sus memorias retoman distintos aspectos de su vida sobre los que hizo foco: el primero sobre el vínculo con su madre, el segundo sobre su vínculo con la escritura y su camino profesional y el tercero en su forma de deambular, disfrutar y habitar el espacio público, éste puede ser claramente una continuidad, una cuarta parte de esa serie en la que Gornick muestra que lo autobiográfico está como insumo para narrar y siempre implica a la lectura como hábito permanente, ni complementario ni obligado. Porque para la ensayista no hay solemnidad en su relato de lectura, hay celebración.
En el décimo y último de los capítulos asume que muchas veces vuelve a las marcas que hizo en los libros y se pregunta por qué le pareció tan interesante o en qué estaba pensando pero enseguida desea poder reencontrarse con el texto marcado para coincidir o no pero volver la lectora que fue en algún momento de su vida.
En “Cuentas pendientes”, lo que parece subrayar Gornick es que la lectura y la relecturas son conversaciones con una misma para ver por dónde anduvo en otras etapas y desde dónde vuelve a encontrarse desde el presente.
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