22 noviembre, 2024
Cultura

“Perdonen la tristeza”

C

uando fui al estreno de “Perdonen la tristeza” del Grupo Tres x Tres, solo sabía que habría tres personajes, que la dirección corría por cuenta del rionegrino Hugo Aristimuño y que su autor, el español Eusebio Calonge, había mandado un video para agradecer la puesta en escena de su obra en el fin del mundo.
El ingreso al Teatro de Hain ya predispone bien. El primer teatro privado de Ushuaia, en una calle antigua de la ciudad, montado de a poco con mucho esfuerzo y que sigue creciendo con la perseverancia que exige una pasión tan grande.
Mi mente estaba en blanco, dispuesta a dejarse seducir. La luz baja y la escenografía a la vista fueron un buen comienzo.
La obra es sin duda un homenaje al teatro, el teatro dentro del teatro, metateatro, pero esto lo supe después, cuando mi curiosidad me llevó a indagar más.
La noche de la función, ya dije, mi mente estaba en blanco, mis ojos fijos en el escenario. Bajo una luminosidad cálida, viejos arcones y maletas de cartón, sillones tapizados que conocieron días de esplendor, trajes colgados, un par de maniquíes, máscaras, un gran marco dorado que no encuadraba ninguna imagen y que sería puerta de ingreso y salida de ¿la escena, la muerte, el recuerdo, la cordura?
Al principio dudé acerca de si los personajes existían dentro de la misma ficción, si eran fantasmas,
muertos vivos, ensoñaciones. Había una tramoyista, un ayudante, un vetusto actor que deliraba con que el tiempo no había pasado y aún sabía su libreto y aún conservaba sus atavíos preparados para la función, aunque el teatro hubiese desaparecido en el pozo de los tiempos. Vestido con una casaca roja, con el pelo emblanquecido por los años y el anonimato, pero también iridiscente como su rostro. En ese brillo, que contrastaba con la decadencia y el discurso pomposo y grandilocuente, ya se perfilaba la magia.
El polvo que sacudían los actores de entre las piezas herrumbradas del viejo teatro ayudó a crear una atmósfera onírica, por momentos nostálgica, por momentos surrealista. Mientras ellos se embarcaron en la tarea de recuperar los atuendos apolillados, las esquirlas de lo que permanece vivo en medio de la catástrofe se esparcieron por el salón.
Y no me hizo falta entenderlo todo, al teatro hay que sentirlo. Si los personajes están vivos o son muertos o tal vez ánimas es un detalle menor. Lo que importa es otra cosa, la emoción, esa capacidad que tienen algunos actores, autores y directores para atraparnos en un clima y despertar algo en nosotros.
El papel de Eduardo Bonafede como Don Leandro Lapena fue magistral, como lo requería ese personaje que no acepta la realidad y divaga entre las brumas de la fantasía, la memoria y la enajenación. El ayudante, encarado por Maxi Speranza, ágil y movedizo, que subía y bajaba de lo que parecía ser un barco delineado con cintas y banderines e Ilde Lizarralde como Doña Agustina, ambos cubiertos por guardapolvos de trabajo, con lampazos colgando de los bolsillos, descreídos, acompañaron muy bien y trataron de sacudir la ceguera del iluso. Pronto se convencieron de que era posible remover lo ya olvidado y sepultado, a través de los recuerdos, de los recortes de periódicos amarillentos, de fotos en blanco y negro de otros actores del país, de disfraces marchitos y arrugados. Así fueron surgiendo la belleza de la mujer, que se animó a un vestido blanco largo y al pelo suelto, la creencia del desconfiado muchacho en alguna especie de renacimiento, la esperanza del actor en medio de su extravío. Y también el público, nosotros, sobre los que de pronto recayeron todas las luces y nos vimos iluminados, y fuimos y somos la excusa o la razón de la supervivencia del arte.
Mientras bailaban esas figuras de a ratos fantasmagóricas, se escucharon los acordes de “Siga, siga el baile”, siga, siga el teatro, pensé yo cuando salí a la calle, mientras el frío de la noche fueguina no fue capaz de sustraerme de esa atmósfera de remotas glorias, de cofres como ataúdes, de capas etéreas y coronas de oro falso, de trompetas de ángeles, de pasos enclenques y voces temblorosas, de alusiones a comediantes que terminada la actuación salieron 58 veces a saludar a los espectadores, de rostros tiznados con destellos estelares, de un público que aplaudió mucho, de alguien que se puso de pie para aplaudir mejor. ¡Que siga, siga el teatro!

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