Considerada una de las voces más originales de la literatura colombiana contemporánea, la escritora Andrea Salgado presenta por estos días “El sueño del árbol”, un texto tan poético como inclasificable en el que se entrecruzan la lucha del cuerpo y la razón, el crecimiento de una niña en un pueblo cafetero y la metáfora de un árbol sobre el desarrollo de la vida.
La nueva obra de la autora de “La lesbiana, el oso y el ponqué” parece responder a un nuevo tipo textual, un híbrido entre la narrativa y la lírica, capaz de componer a partir de retazos diferentes un fresco de la identidad de su país de toda Latinoamérica. Por eso la trama acumula paisajes, detalles de la flora y la fauna colombiana, pero también la violencia, el narcotráfico y los secuestros que conmocionan varias regiones del país. “No tenía un tema concreto, solo sentimientos, intuiciones, preguntas sobre la forma en que habíamos vivido el amor en esta realidad construida en términos binarios, patriarcales y capitalistas”, relató la autora durante la presentación del libro en su país.
Andrea Salgado Cardona es escritora, periodista y profesora de escritura literaria de ficción y no ficción. Además de la novela “La lesbiana, el oso y el ponqué”, es autora del ensayo “Six Feet Under” y cuentos publicados en las antologías “Cuerpos” y “Cómo la flor”. En la actualidad se desempeña como escritora residente del Departamento de Humanidades y Literatura de la Universidad de Los Andes, en Colombia.
“El sueño del árbol” fue la primera incursión en Colombia que hizo la editorial interZona. Presentado en la Feria Internacional del Libro de Cali y en la Feria Internacional del libro de Medellín, fue elegido entre los 60 mejores libros de ficción de 2022 por la Revista Arcadia de Colombia. En la Argentina, el libro tendrá su presentación formal en la Librería Céspedes el jueves 16 de marzo, con la presencia de autora, que estará acompañada por su colega peruana Katya Adaui y la argentina Betina González.
Antes de visitar el país, Salgado conversó con Télam sobre la gestación de su libro y su búsqueda de una prosa capaz de traducir en imágenes la identidad colombiana.
-Télam: ¿Cuál es el género del libro y qué relación hay entre sus partes que son tan disímiles: ensayo, poesía, narrativa?
-Andrea Salgado: Comencé el libro con la idea de que estaba haciendo un ensayo narrativo sobre la pérdida y el duelo. Una continuación de mi libro anterior “Six feet Under” que es parte de una colección en la que se reflexiona sobre series de televisión. Sin embargo en el proceso de escritura tomó otras formas: la primera parte, “Bolero del cuerpo y la razón”, que a su vez se divide en tres -“El cuerpo”, “La mujer transparente” y “Los juegos de la razón”- es una narración que se ensambla como un collage haciendo uso de fragmentos, ideas, estilos de otros autores, tiene un tono lírico y un carácter de diatriba. La segunda parte, “La flor del plátano”, son pequeños relatos independientes en los que prevalece la descripción; y la tercera parte, “El sueño del árbol”, funciona a modo de ensayo. Un ensayo de ficción narrado en tercera persona. Me preguntaba cómo se podía hacer eso de lo que habla Ursula K. Le Güin en su ensayo “La bolsa de la teoría de la ficción”: cómo se escribe una novela sin héroe, sin lanza, ni un conflicto para atravesarlo con ella.
– Pero aceptaste el desafío…
– Partí de una idea vaga. Un amante me dijo un día que yo era puro cuerpo. Y pensé que él, creía que él era pura razón. Seguí mi intuición y me llevó a muchos lugares. Cada vez que terminaba una parte, me detenía, miraba lo que había escrito, y decía: “Ahora por dónde sigo, qué meto a la bolsa”. Al final de “El bolero del cuerpo y la razón”, por ejemplo, quedó un árbol del que cuelga un relato inconcluso. Así que en “La flor del plátano” escribí ese relato. Una vez que terminé esa parte me quedé en la mente con la escena de una madre que baña a su niña con flores del árbol del saúco, y dije: “Ahora la niña convertida en mujer, huérfana que está, le regalará a su madre muerta un árbol de despedida” y entonces escribí “El sueño del árbol”. Y cuando terminé las tres partes, caí en cuenta que había dejado a la razón, metida por siempre en una tumba, y pensé: “Sácala, ayúdala a buscar una nueva oportunidad”, y ese es epílogo, el bonus track del libro.
– En algunas entrevistas contaste que los textos dialogan con los que leías mientras los escribías (por ejemplo Mario Levrero) pero también mencionás explícitamente a Safo y a (Roberto) Juarroz. ¿toda literatura entabla un diálogo con lo que la precedió?
– Sí, toda literatura debería ser un diálogo permanente con lo que la precedió. Cuando los libros y las vidas producen la sensación de repetición, de bucle, cuando siempre llegan al mismo punto, es precisamente porque se dejó de dialogar con el pasado. De “El entenado” de Juan José Saer, por ejemplo, me conmueve profundamente que el narrador, ya viejo, después de haber vivido con los indígenas, permanezca en la eterna melancolía. Se siente tan incompleto. Los indígenas son los únicos hombres verdaderos que conoció él, que es occidental y está incompleto.
También Arturo Cova, de “La vorágine”, parado frente a la selva, también se siente incompleto, se lamenta porque no poder ser uno con ella. “El entenado” y Cova podrían permanecer así por toda la eternidad, y por toda la eternidad, significar lo mismo. Podrían seguir siendo esos espectros o podrían tener una nueva vida. Yo quería que la tuvieran. Que dejaran de lamentarse y encontraran la manera de volverse hombres completos.
Por otra parte, Juarroz me indica un camino a seguir y Levrero, con su “Caza de conejos”, me enseña a caminar en un bosque raro. Finalmente Safo pone en mi mano una manzana. Y todos los demás que aparecen, me dan algo para continuar y dialogar.
– Sos mujer y latinoamericana ¿te sentís parte de algún colectivo o generación literaria?
– No particularmente, pero me siento mujer y latinoamericana, y de provincia, y muy cercana a todos aquellas que se detienen a entender y cuestionar la forma en que sus vidas y sus cuerpos han sido representadas; a aquellas que juegan a alterar la realidad, pero también a aquellas que le dan voz al gozo y a la herida, como testimonio, sin tratar de cambiar nada.
-Desde el comienzo el texto plantea diversas dicotomías: cuerpo/razón, lo fantástico y lo realista, ¿buscaste esta estructura espejada?
– Sí, hay muchas dicotomías planteadas, precisamente porque lo que mueve la novela es el deseo de reconciliación. Un cuerpo-razón, una hembra-hombre, una ficción-realidad. Un simbionte (un ser vivo que vive en algún grado de asociación simbiótica con otro).
– Algunos críticos insisten en el carácter surrealista de tu prosa. ¿te sentís parte de ese movimiento?
– El collage como técnica de los surrealistas partía de la idea de que los objetos del mundo poseían una intensidad latente que había sido mitigada por el uso diario. Había que reanimar esta intensidad latente. El collage produce un encuentro azaroso entre cosas que nos resultan contrarias.
Las yuxtaposiciones puesta en el papel, en la imagen, traen al dominio de lo familiar aquello que se encuentra por fuera y no puede reconciliarse con lo doméstico, son su negación. Me gusta pensar que El sueño del árbol es raro porque yuxtapone cosas dispares y de ese modo intenta reavivar intensidades latentes, porque es un intento de negación de lo doméstico.
-Sin embargo, en esa atmósfera onírica y surrealista también está presente la realidad colombiana: el narcotráfico, las desapariciones ¿Cómo lográs conciliar ambos mundos?
– No sé si concilian. Mi “simbionte” es monstruoso. Un híbrido. Pienso en la mosca de Cronenberg que nunca deja de ser hombre del todo, que nunca llega a ser mosca del todo. Es una mosca con cuerpo, con cerebro de hombre. Las alas muy chiquitas aún para volar. Digamos que la violencia colombiana tiene cuerpo y cerebro de hombre, y la fantasía, es la mosca. La violencia quiere convertirse en mosca, volar lejos de los cadáveres, pero aún no lo logra. Ni siquiera se ha terminado de entender, pero tiene alas, ahí están en su espalda. En mi historia el personaje de la razón se queda echada en el piso contemplando el cielo donde titila intermitente la dicotomía entre el yo y el otro. Antes de volar, debe aprender a vivir en esa intermitencia.
– Aunque por momentos el discurso se queda en el nivel metafórico, también aparecen elementos cotidianos como la menstruación que marca el paso del tiempo y el crecimiento de la niña ¿cómo compatibilizás ambos discursos?
– Esa idea norteamericana del “Show, dont tell” nos hizo olvidar de la belleza de “tell” y volvió el “show” un ejercicio mecánico en el que el narrador siempre debe focalizar sobre un individuo al que sigue por una línea de tiempo concreta, preferiblemente manteniéndose neutral. Lo que llamas metáforico, discursivo, me recuerda que el mundo no está solo para ser mostrado, sino opinado, exaltado, cubierto de velos, tejido, ornamentado a través del lenguaje, por el simple gozo del lenguaje.
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