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Los milagros no se dan solo en Navidad. El 20 de abril de 1945, durante los últimos estertores del nazismo, se vivió una de las situaciones más extravagantes de la historia. Tras celebrar el cumpleaños de Adolf Hitler en el búnker de la Cancillería, Heinrich Himmler se dirigió a las afueras de Berlín para reunirse con Norbert Masur. El ‘Reichsführer’ de las SS, arquitecto del asesinato de millones de personas, dialogando con un representante del Consejo Judío Mundial. Ambas partes llegaron a un acuerdo: la liberación de un millar de mujeres del campo de concentración de Ravensbrück. Aunque, al final, el número fue siete veces mayor. «Quise hacer lo correcto en esta guerra, pero el ‘Führer’ exigía otra cosa», se despidió el líder nazi.
Aquel encuentro fue el truco de magia más sonado -aunque no el único- que alumbró Felix Kersten, el médico personal del máximo verdugo de las SS. Una de las pocas personas con las que Himmler se sinceraba durante sus largas sesiones de fisioterapia y, a la vez, un fervoroso antinazi que consiguió salvar a más de 350.000 presos de la muerte. Desde 1939 a 1945, el buen doctor vivió una doble vida. «Por un lado, mitigaba con sus tratamientos los horribles dolores que atormentaban al ‘Reichsführer’. A cambio, exigía a su paciente la liberación de deportados de los campos de concentración», afirma a ABC el historiador galo François Kersaudy. Lo sabe bien, pues su nuevo ensayo, ‘El médico de Himmler’ (Taurus), rescata del olvido a este personaje.
Kersaudy, que habla nueve idiomas, narra a ABC la historia de Kersten en un castellano casi perfecto. Uno que, según promete, mejoraría «tras una semana de estancia en España». Pero no tiene tanto tiempo. Ríe mucho y habla con sinceridad: «Usted no ha leído una historia igual a esta. Ni yo tampoco lo había hecho. He escrito una treintena de obras y esta es la más impactante». Está orgulloso del trabajo bien hecho ya que, aunque el propio Felix expuso sus peripecias en dos biografías, siempre había sobrevolado sobre ellas cierta nube de dudas. «Aquí demuestro lo que era mito y lo que no», sentencia.
Mi buda mágico
A golpe de una infinidad de fuentes, desde informes oficiales hasta documentos de época, el historiador vertebra un relato coherente sobre el hombre que domó a la bestia. Ambos se conocieron en 1939. En aquellos días, Kersten era el galeno de la aristocracia; un alumno aventajado de un lama tibetano -el doctor Ko- que le había dejado su cartera de clientes antes de volver a su hogar. A partir de entonces, Felix se especializó en lo que llamaba terapia fisionatural. «Consiste en el tratamiento y el mantenimiento de los tejidos nerviosos mediante presiones naturales adaptadas. Se puede hablar de una terapia que se ejerce en profundidad, en la medida en que la piel, los tejidos subcutáneos y los tejidos musculares se agarran y se estiran», escribió él mismo.
Himmler, que padecía unos pinchazos abdominales recurrentes, era el paciente ideal para Kersten. «Tenía unos calambres terribles. El dolor era tal que pensaba que iba a morir cada vez que sufría un ataque», explica Kersaudy. El historiador es partidario de que el líder nazi podía sufrir la enfermedad de Crohn, aunque asume que es imposible saberlo a ciencia cierta. Lo que es seguro es que ese mal hizo que el galeno germano -nacionalizado finlandés por motivos laborales- entrara en su vida antes de que empezara la Segunda Guerra Mundial. «Un conocido les puso en contacto. Él no quería tratarle, pero, como sabía que podía ser peligroso rechazar el ofrecimiento, aceptó», completa.
El tratamiento se mostró efectivo. Kersten le diagnosticó «perturbaciones o trastornos del miembro simpático» y aplicó su magia durante catorce días. Himmler mejoró y, de paso, quedó prendado con los métodos de aquel cuarentón de cara ancha y frente amplia. «No podía curarle, pero sí aliviar los calambres abdominales del líder de las SS durante dos o tres meses. Después, debía tener otra sesión con él», añade Kersaudy. Así fue como ambos quedaron ligados para siempre. El jerarca, de carácter supersticioso y obsesivo por naturaleza, se obcecó con tener al lado siempre al finlandés. Hasta le puso el sobrenombre de ‘Buda mágico’. «No se dio cuenta de que, así, se convertía en una marioneta del médico, que se sabía indispensable», sentencia el galo.
Confidente
Con el paso de los meses, Kersten se ganó la confianza de Himmler. Se transformó en su confidente más cercano; en esa persona a la que el líder de las SS le narraba sus íntimos secretos. Algo que le convierte, según Kersaudy, en una fuente única: «Tenemos muy pocos documentos que nos muestren cómo pensaban estos gánsteres nazis. Tan solo las charlas de sobremesa de Hitler, los tres libros de Albert Speer y el diario de Goebbels. Nada más». El galeno fue un testigo privilegiado de los pensamientos de uno de los mayores asesinos del Reich. «En mi libro intento extraer esto», asevera. Pronto entendió que era un hombre débil, pero peligroso en extremo; un papanatas, sí, pero decidido.
Estos pilares sirven para entender cómo un pobre médico tuvo el valor de empezar a cambiar sus honorarios por vidas humanas. En palabras de Kersaudy, todo comenzó por casualidad. Era un día como otro. Kersten llevaba en el bolsillo el nombre de un chico que trabajaba para uno de sus amigos; el desdichado había sido detenido por los nazis y rogaba por su vida. «Después de la sesión, Himmler le dijo que sus honorarios eran muy caros. Él sacó el papel y le respondió que podía pagar con la libertad de ese hombre. Aceptó», explica el historiador. Aquello se convirtió en costumbre, como admitió un oficial de las SS interrogado tras la guerra: «¿Kersten? Ese maldito doctor nos sacaba prisioneros con masajes».
Durante la mayor parte de la guerra, Kersten fue un minorista. Elaboraba pequeñas relaciones de presos en base a la información que le enviaban desde los comités judíos escandinavos. Avispado, pedía que le perfumaran las cartas para que diera la impresión de que eran de su pareja. Después de recopilar varios nombres, atacaba. «Cuando Himmler estaba enfermo era muy influenciable. Si tenía una crisis, sacaba mis listas. Entonces firmaba todo lo que se le ponía por delante», confirmó el propio doctor. Los miembros de las SS no se atrevían a contradecir al jerarca. Tan solo Reinhard Heydrich, uno de los principales arquitectos del Holocausto, le tuvo en su punto de mira, pero no pudo hacer nada.
Todo cambió cuando la guerra tocaba a su fin. En febrero de 1945, Kersten recibió una triste noticia. «Le informaron de que Hitler había dado la orden de volar los treinta campos de concentración más multitudinarios del Reich para eliminar las pruebas», explica el galo. El representante del Consejo Judío Mundial pidió al médico que interviniera. «Tardó ocho días, pero consiguió que su paciente no transmitiera la orden». Kersaudy afirma que, si contamos con los presos que habrían muerto en la destrucción, el médico salvó a unas 300.000 personas. La cifra es mayor incluso que la que se había barajado hasta ahora. «Fue entonces cuando se convirtió en un mayorista de la libertad», sentencia.
Misión arriesgada
Aunque su misión más arriesgada la acometió algo después. Allá por abril, negoció con Himmler la liberación de 20.000 presos de varios campos de concentración cercanos a los países escandinavos. Hitler andaba escondido ya en el búnker de la Cancillería, el Reich se venía abajo y el líder de las SS no sabía cómo escapar de la justicia aliada. El cóctel era ideal. «Llegaron al acuerdo de que decenas de autobuses blancos de la Cruz Roja sueca les evacuarían en secreto», sentencia. La única norma fue que los medios no hicieran referencia a que eran judíos. El miedo al renqueante ‘Führer’, vaya. El médico fue el principal negociador, aunque el conde Folke Bernadotte, testimonial en todo el proceso, se colgó la medalla.
El punto y final de su resistencia en la sombra fue organizar la reunión entre un Himmler desesperado por evitar la horca que se barruntaba y Norbert Masur. Un evento imposible en apariencia, pero que derivó en mil y una concesiones por parte del ‘Reichsführer’. Después, este médico metido a diplomático cayó en desgracia. Fue apartado de los focos por Bernadotte y se vio obligado a esperar una década hasta que sus méritos fueron reconocidos. Pero ni eso le valió para hacerse con el Premio Nobel de la Paz -al que fue nominado en siete ocasiones- o para ser considerado Justo entre las Naciones. Murió en 1960, cuando iba a recoger la Legión de Honor en Francia. Ni de eso pudo disfrutar.
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