Imaginemos “entrar” a un cuadro: perpetrarlo en su dimensionalidad, estirar el brazo hacia su fondo, quizás mirar hacia arriba y ver su cielo, o deambular por entre sus cavidades. De eso se trata, muy a grandes rasgos, la experiencia inmersiva lograda mediante recursos tecnológicos. La modalidad ya se aplica a ciertas colecciones museísticas u obras en particular, ofreciendo esa inmersión visual-espacial que suele involucrar el agigantamiento de determinados lienzos e incluso piezas escultóricas.
Apelando a técnicas digitales 3D, no sólo es posible, por ejemplo, acceder a La última cena de Da Vinci, sino también sentarse a esa misma mesa y compartirla con los apóstoles en tamaño natural. O, incluso, como propone la iniciativa “Da Vinci experience” montada en el palacio de la UNAM durante el invierno de 2021, habitar el estudio del florentino y, a través de una ventana virtual, mirar los prototipos de sus inventos: el carro de combate (precursor del tanque de guerra), el planeador, la bicicleta.
De París al DF y de Ámsterdam a Buenos Aires
El espíritu de la idea late desde hace siglos. Ya Claude Monet con sus nenúfares apostó a exponerlos integrándolos a un espacio circular y así lo hicieron los curadores de la muestra que exhibe sus óleos en las salas del Musée de l´ Orangerie, en París, donde el espectador queda rodeado y contenido entre violáceos y amarillos. Pero la tecnología ahondó en la idea del francés y la llevó más allá con una muestra que desembarcó hace poco en el país azteca.
En marzo de 2021, en Ciudad de México, en una gran galería, de 1.300 metros cuadrados, se invitó a los espectadores a caminar por un espacio íntegramente tapizado (cielorraso y piso incluido) por 36 ciclópeas pantallas donde se proyectan más de tres mil imágenes rotativas. A la obra del francés se suman, en este caso, otras de Renoir, Cézanne, Degas, Pissarro y Manet.
Para la misma época, la obra de Goya tuvo su explosión inmersiva con gira mundial, tras inaugurarse en Granada mediante un montaje de miles de imágenes y una banda sonora envolvente en la que suenan piezas de Albéniz, Falla, Granados y Boccherini. Las colecciones aportadas por más de veinte museos fueron proyectadas en 35 pantallas de 5 metros de altura por 40 proyectores de alta definición.
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El formato “inmersivo” es ni más ni menos que un capítulo de la realidad virtual. Aplicado a las obras de arte, es probable que pronto nos permita tocar los girasoles de Van Gogh, sentir en la cara el viento de Arlés, entrar a su dormitorio y ocupar la silla junto a su cama en esa espesura de luz que captó el neerlandés, más real que la realidad misma.
Por lo pronto, el 16 de febrero de este año, se inaugura en el predio de La Rural “Imagine Van Gogh”: una muestra envolvente, con obras agigantadas y en movimiento, proyectadas de piso a techo. Con 50.000 entradas anticipadas ya vendidas, Buenos Aires se posicionó como la ciudad record de venta previa para esta exhibición, informó hace poco el empresario de raíz rockera, Daniel Grinbank, productor local de la iniciativa.
Sin solución de continuidad, en marzo, completando un verano porteño intenso, se inaugura “Meet Vincent Van Gogh”, otra muestra inmersiva sobre el mismo autor, en Parque Norte. Esta actividad fue programada para Argentina por el propio Museo Van Gogh de Ámsterdam, cuyo titular actual es el sobrino de Theo, quien fuera, a su vez, hermano, administrador, mecenas y heredero de la obra de Vincent.
Acerca del “aura” de la obra y la inmersividad como soporte
El filósofo Walter Benjamin dejó entre otros ensayos un texto que motorizó la llamada Escuela de Fráncfort, especializada en estudios sociales. “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica” introduce el concepto de “aura” en la obra de arte y sanciona su pérdida a partir de la irrupción de la mass media, que anularía, desde esa visión, el sentido cultural intrínseco de una pieza única en sí misma.
Para Benjamin, la obra reproducida en serie pierde el carácter irrepetible vinculado a un aquí y ahora de su concepción. El debate, que podría abarcar el cine, la imprenta y otros territorios, recobra vigencia a la luz de nuevas tecnologías: mapping, hologramas, virtualidad en general, operan en la obra abriendo un canal de multiplicación potencialmente distorsivo. ¿Corremos el peligro de virtualizarlo todo hasta abrazar solamente substituciones, reproducciones seriadas, sucedáneos, premios consuelo?
En la medida en que los desarrolladores “inmersivistas” de obras ya existentes las intervengan, combinen o reformulen, habrá voces críticas. Cuando ubicarnos en el vientre mismo de la obra implica hacerlo, en realidad, dentro de una edición de gigantografías, montajes, animaciones y otros condimentos tendientes a un “consumo amigable”, la experiencia podría bastardear su objeto; desdibujarlo, a medida del necesario éxito comercial exhibitorio.
Este mismo debate se da en otros géneros que cambian al cambiar sus soportes: Spotify, por ejemplo, dinamitó el concepto de long play –lado A, lado B, disco doble, arte de tapa, letras impresas, etcétera– priorizando el éxito de un “hitazo” aislado en desmedro de las narrativas musicales articuladas: discos que fluctuaban en climas específicos trazados por sus autores, buscando la misma linealidad que propone, por ejemplo, una novela.
Si la tecnología inmersiva incidirá análogamente en la plástica consumada y también por consumarse a futuro, todavía no lo sabemos, pero la discusión ya existe.
Los pioneros de la inmersividad
Desde el bíblico Jonás, compelido a habitar tres días en una ballena, ciertos interiores fascinan: encierran, pero también contienen y hacen eco con algo de las profundidades propias, asociables al útero, a la matriz, a la confortable prenatalidad.
No pocos artistas conectaron esa pulsión y plasmaron antecedentes directos de lo inmersivo, aun previo a las nuevas tecnologías. A esto llamamos “arte inmersivo” per se; es decir, la idea original, muy anterior al soporte digital, el sistema que hoy puede pasear colecciones por el mundo sin el transporte material de las obras.
James Turrel, el “artista de la luz” impactó en California durante los años setenta, interviniendo espacios edilicios o naturales con propuestas lumínicas que envolvían al visitante. Lo hizo sin mediar efectos digitales. Su obra, expuesta en el museo Gugenheim de Nueva York, encarna esa pura subjetividad y el efecto envolvente-inmersivo (hoy se lo cataloga en esa tendencia) sin presencia de las técnicas actuales de virtualidad.
Sumergirse en el tacto
Asociamos lo inmersivo prioritariamente a lo visual pero ¿Por qué no lo táctil? El venezolano Jesús Rafael Soto (1923-2005) planteó muy tempranamente, en 1970, un tipo de obra que respondía a esa apuesta: los “penetrables”.
Aunque Soto también es anterior al concepto hoy de moda, su producción se suma a las retrospectivamente consideradas “inmersivas”: esculturas en las que el espectador entra, literalmente, atravesando hilos verticales, fibras, densidades de distinta textura y dimensión haciéndose en esa acción, partícipe necesario; completa la obra, tanto como un libro requiere ser leído para que exista lo que narra. Ya Umberto Eco se había referido específicamente al asunto respecto de las artes visuales al calificar como “abierta” aquella obra no acabada en la medida en que el sujeto “construye, plantea hipótesis y reflexiona ante ella”.
Capturar la lluvia
En la tónica de las tecnologías inmersivas aplicadas no para la reproducción sino para la propia creación artística se inscribe el “Rain room”: una experiencia centrada en la interacción del visitante, quien queda materialmente envuelto en agua, pero sin mojarse.
Aquí, ciencia mediante, lo inmersivo evoca a la magia: 2.500 litros de agua reciclada autolimpiante llueven sobre el espectador, pero un sistema de sensores detiene el agua que “rebota” en sentido inverso dondequiera que detecte al cueerpo.
La instalación –diseñada con el apoyo de la Fundación de Arte de Sharjah asociada al Museo de Arte de Sharjah, en Emiratos Árabes– pasó en 2021 por el MoMA y el Barbican de Londres y fue reconocida por la crítica como el Cénit mismo de la inmersividad.
Casa tomada y Astor Piazzolla: inmersiones argentinas en 2022
Además de las dos que traen la obra de Van Gogh, en febrero y marzo de 2022, Buenos Aires es sede de otras experiencias en formato inmersivo durante el año. El Centro Cultural Kirchner extiende hasta marzo su homenaje audiovisual a Astor Piazzolla, con capítulos inmersivos que narran lo biográfico.
En abril, en el Museo Nacional de Arte Decorativo, la muestra cortazarianamente bautizada “Casa tomada” -retrospectiva de Gaspar Libedinsky- anticipa el uso de técnologías inmersivas que avanzarán tomando espacios, en analogía con el relato del escritor argentino, sobre distintas salas del Palacio Errázuriz.
El pogo más grande del mundo, pero en soledad
La tan mentada inmersividad, se ha dicho, es hermana de la realidad virtual y ofrece puntos de contacto interesantes para vislumbrar lo que vendrá, por ejemplo, desde el cine. “Vanilla sky” –film de 2001 y de avanzada en lo que a virtualidad refiere– ofrece entre otras potentes secuencias la de un holograma de Johnn Coltraine tocando en el living de cierto millonario.
La tecnología que anticipa esa escena ya está al alcance de cualquiera dispuesto a gastar unos pesos y tener, por ejemplo, a los Rolling Stones tocando en el quincho mientras se hace un asado. La idea no parece desagradable, pero anticipa, quizás, cierta frialdad. Imaginemos, más cerca, que sería de las “misas ricoteras” sin público ni músicos reales. Para muchos, una verdadera herejía. Pero, ¿acaso no sería este el paso casi obligado a un experiencia de arte inmersiva que nos involucre también en lo masivo sin masividad alrededor?
Arte en las manos
Hay precedentes conceptuales y materiales de arte inmersivo desde el origen de la especie. La cueva-hogar del paleolítico lo fue, en tanto sus paredes prestaron un lienzo natural para plasmar reconocimiento, la palma de la mano como primera identidad proyectada, los deseos: el fuego, la presa, el alimento.
Del cavernario al renacentista, la Capilla Sixtina encarna lo inmersivo en su evolución técnica unos cuantos milenios después. Nuevos dispositivos: andamios, luz natural a través de cristales, cal, arena, pigmentos. “Yo no soy pintor, soy escultor”, protestaba Miguel Ángel. Era cierto; esa volumetría arrancada al plano le da la razón. Esculpía pintando. Y anticipaba otro efecto inmersivo.
Los recursos técnicos, en definitiva, siguieron –y seguirán– creciendo en la inmersividad incorpórea ilimitada: terrirorio fértil para el arte, representación que no cabe en el cuerpo y, sin embargo, nos rodea.
La entrada La experiencia inmersiva: cómo habitar la obra se publicó primero en Cultural Cava.