Lo conocí a mediados de 1983, mientras esperábamos ser atendidos en un almacén de Recoleta. Ese encuentro se vio favorecido debido a que yo, por alguna maniobra del azar, llevaba un gastado ejemplar de “La invención de Morel”, que él observó de soslayo con un deleite casi infantil.
No recuerdo las primeras palabras que cruzamos, pero sí que no tardé en pedirle un entrevista para una publicación de cine que editaba un amigo mío; el ímpetu de mis 25 años parecía divertirlo. Adolfo Bioy Casares aceptó. Y fijamos una cita para la tarde siguiente.
Éramos vecinos; yo vivía a una cuadra, en un pequeño departamento que se divisaba desde el ventanal del mítico cuarto piso del edificio de la calle Posadas 1650, descripto en tantas crónicas.
Bioy, tras recibirme, se dejó caer en desvencijado sillón; de a ratos, inclinaba la mirada hacia los cristales para contemplar la plaza San Martín de Tours, en cuya loma correteaban algunos perros de raza. Prendí el grabador mientras una criada servía dos tazas de té.
El dueño de casa era preciso en sus respuestas y, a la vez, expansivo; pasaba del cine a sus escritores favoritos, daba saltos en el tiempo y remataba sus dichos con una risita que le iluminaba el rostro. Parecía redactar todo lo que salía de sus labios.
Como excusándose, admitió que al ver “Oblomov”, el filme de Nikita Mijalkov, se durmió en la butaca; en cambio, había disfrutado con “Pretty Baby”, de Louis Malle. Confesó que de joven solía enamorarse de las actrices que veía en la pantalla; especialmente, de la ya olvidada Louise. Brooks. Y no ocultó el pánico que le causaban los guionistas que pretendían adaptar sus obras.
Tampoco fue benévolo con los críticos literarios; entonces denostó con notable énfasis a una tal Ana María Barrenechea, calificándola como “menos inteligente que simpática, y eso que tenía un carácter no muy agradable”.
Al concluir la entrevista, Bioy consultó de soslayo un reloj de bolsillo y, sorprendentemente, dijo:
–Con Silvina vamos a ver por televisión “El Show de Benny Hill”. Lo invito a que nos acompañe.
En rigor a la verdad, esa entrevista jamás fue publicada. Pero a partir de entonces, todos los jueves por la noche acudía a lo de Bioy para ver a Benny Hill. Hasta noviembre, cuando la tira inglesa fue remplazada por un ciclo con Graciela Dufau, que ni siquiera nuestra incipiente amistad justificaba.
El 4 de abril de 1984 yo desayunaba en la confitería La Rambla, situada en la esquina de Posadas y Ayacucho, cuando advertí que Bioy pasaba por la puerta; él también me vio y, entonces, entró. En aquellos días se desarrollaba la Feria del Libro en un predio aledaño al Italpark, por lo que no fue extraño que de pronto apareciera Manuel Mujica Láinez, quien se sentó con nosotros. Y también se sumó el actor José María Vilches, célebre por su obra teatral “El Bululú”.
Dos días después, la tapa del el diario “Crónica” informó acerca de la muerte de “Manucho” por un paro cardíaco en su estancia de Alta Gracia; más abajo, otro título daba cuenta de la muerte de Vilches, ocurrida a su vez en un accidente rutero camino a Mar del Plata. Quedé estupefacto, y decidí aliviar esa impresión tomando un whisky en el mismo lugar donde había estado con esos dos hombres por primera y última vez.
La casualidad hizo que a mitad de camino me cruzara con Bioy, quien también estaba conmocionado. Sus únicas palabras, antes de seguir cada uno su camino, fueron:
–Vio que desafortunada nuestra mesa del otro día.
Desde entonces evitábamos La Rambla como lugar de encuentro y, de tanto en tanto, yo lo llamaba y él me invitaba a su casa o nos citábamos alguna mañana en La Biela, que él frecuentaba antes del almuerzo en Lola. Una vez allí se le acercó un hombre con un saludo exageradamente ceremonioso, que Bioy retribuyó con sorprendida cortesía; era Jorge Asís, quien por entonces ya había comenzado a emigrar del café La Paz a los bares de Recoleta.
Luego, en tono confidencial, Bioy comentó:
–Un librero amigo me dijo que el material de este muchacho se vende sólo para regalo.
En el atardecer del 14 de junio de 1986, los noticieros comenzaron a informar sobre la muerte de Jorge Luis Borges, ocurrida en la lejana Ginebra.
Poco después llegó “Cachi” a mi casa. Se trataba de un psicólogo algo extravagante, que desde hacía años corregía un ensayo suyo sobre las Eddas. Se lo veía exaltado. Yo, como al pasar, le mencioné con cierta pesadumbre lo de Borges. Y ese era justamente el motivo de su exaltación.
–Me lo acabo de cruzar a Bioy y le comenté el asunto –alcanzó a decir, atragantándose con las palabras–.Por la cara que puso, me di cuenta de que el pobre no sabía nada. Fui yo el que le dio la noticia.
En sus “Diarios íntimos”, compilados por Daniel Martino y publicados en 2001, Bioy se refiere a semejante episodio con las siguientes palabras: “Un individuo joven, con cara de pájaro, que después supe que era el autor de un estudio sobre las Eddas que me mandaron hace unos meses, me saludó y me dijo, como disculpándose: ‘Hoy es un día muy especial’. Cuando por segunda vez dijo esa frase le pregunté: ‘¿Por qué?’. ‘Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra’. Seguí mi camino, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges”.
Con el tiempo, nuestros encuentros se hicieron más espaciados. Bioy ya no invitaba a casi nadie a su hogar, tal vez por pudor de exhibir el deterioro de Silvina Ocampo, quien ya sufría un avanzado mal de Alzheimer. Bioy mismo lucía más viejo y encorvado.
Una noche, a fines de 1990, me invitó a comer a Lola. Allí, una señora lo confundió con el escritor Marco Denevi, y eso distrajo su alicaído ánimo.
Ella, pese al calor, comía sin haberse sacado su tapado de visón, y Bioy me confió al oído:
–Esta mujer hace de la peletería una milicia.
Después, por pura formalidad, le pregunté cómo estaba Silvina.
Su respuesta fue demoledora:
–A veces está bien. Pero otras veces cree que está en un barco. Es muy desagradable…
Entonces, hizo una pausa, antes de continuar:
–¿Leyó usted alguna vez aquel poema de Walt Wittman, que dice: “El movimiento que articula un dedo logra superar a la mejor máquina inventada por el hombre”? Bueno, la miro a Silvina, recuerdo ese poema idiota y pienso que sólo a Dios se le puede ocurrir una máquina con hueso, sangre, carne y grasa”
Aquella fue la última vez que lo vi.
Ahora, que ya no está entre nosotros, pienso que haberlo conocido fue un extraño y maravilloso beneficio.
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