Con un relato que invita a jugar como si emulara una rayuela y que avanza repleto de digresiones, la escritora feminista Rebecca Solnitt, autora del best seller “Los hombres me explican cosas” que en 2014 le dio cuerpo teórico al “mansplaining” por primera vez, construye ahora en “Recuerdos de mi inexistencia” una memoir de iniciación en la que confiesa distintos abusos para explicar por qué ese material íntimo es universal, recrea el camino que la convirtió de lectora ávida en autora de un corpus de más de veinte libros y asume lo arduo que le resultó encontrar una cosmología para ejercitar una voz propia.
En 1981, Solnit (San Francisco, 1961) se mudó al departamento de un barrio marginal de la ciudad en el que pasó veinticinco años y pudo observar -de cerca y a la par- los cambios en la estructura del edificio y en su carrera como escritora especializada en feminismo, historia, el poder popular, los cambios sociales, los movimientos de insurrección y los desastres naturales. En ese mismo departamento, instaló su escritorio, una mesa de tocador con cajones pequeños que le regaló una amiga que había sobrevivido a la golpiza que le dio un hombre. “Ahora me pregunto si todo lo que he escrito no es en realidad un intento de aniquilar a una joven. Todo ha surgido literalmente de la base que es el tablero de la mesa”, asume la autora, quien a modo de homenaje decidió sumar la foto de aquella mesa en la primera página de sus memorias.
La autora de “Los hombres me explican cosas” y “Wonderlust. Una historia de caminar” cuenta cómo entre los doce y los quince años hombres adultos de su círculo familiar la asediaron y presionaron para tener relaciones sexuales y, además, confiesa haber sido objeto de acoso callejero. En la certeza de que lo personal es político, las confesiones de Solnit trascienden el anecdotario para ser parte de su construcción intelectual: “Soy hija de una víctima y su victimario, de una historia que en su momento no podía contarse. Aunque falta una parte de las historias de quienes me precedieron, ahora entiendo que el daño profundo transmitido por mis abuelos formó a mis padres, y que las historias públicas determinaron nuestra vida privada en varios sentidos”. Para huir de la doble amenaza que implicaban la hostilidad familiar y la de la ciudad, la joven Solnit tarareaba un estribillo de “Mercenaries (Ready for War)”, de John Cale, uno de los fundadores de Velvet Underground, un amuleto que le daba confianza y seguridad. Con los años, la escritura tomaría el rol del tema de Cale.
Ni los abusos ni las experiencias traumáticas que recuerda Solnit figuran para edificar el concepto de “mujer fuerte”. Incluso, la autora se permite cuestionar aquel lugar común que reza que “lo que no te mata te fortalece”: “Sabemos de personas que vencen dificultades o derriban barreras, lo que a menudo se esgrime para señalar que las dificultades o las barreras no eran tan insuperables o que lo que no te mata te hace más fuerte. No todo el mundo sale indemne, y lo que trata de matarnos nos roba mucha energía que podría emplearse mejor en otro sitio, nos agota y nos angustia”.
La autora desestima el formato cronológico para contar su biografía, marcada por siempre habitar “más en las preguntas que en las respuestas”. Elige, en cambio, un recorrido que va de la existencia corporal en la ciudad, su experiencia como lectora, sus trabajos de juventud o el legado de sus amigos para volver, recién entonces, a la historia de su madre sometida a la voluntad de hombre violento. “A veces, la claridad exige complejidad”, propone.
¿De qué está hecha, entonces, la inexistencia que Solnit recuerda? En un primer momento, de la vergüenza juvenil que sentía por su cuerpo: “Estaba convencida de que era un desastre. Era blanco, alto y delgado, que en teoría son las mejores cualidades desde el punto de vista de lo que la cultura en general valora y aprecia en la figura femenina. Sin embargo, veía en el mío un conjunto de errores, de vergüenza potencial”. Y si bien la autora no recuerda ningún desorden alimentario alrededor de esa vergüenza, sí alcanza a interpretar que esa delgadez era síntoma de otra cosa: “No me extraña que estuviera flaca; no me extraña que se elogiara a las mujeres por ocupar el menor espacio posible, por encontrarse al borde de la desaparición: no me extraña que algunas de nosotras desaparecieran comiendo menos debido, como un país que cede territorio, un ejército que se repliega, hasta que deja de existir”. Esa delgadez extrema la volvía frágil, esa falsa austeridad, hacía que se agotara, que su energía fuera limitada y que, en verdad, su incursión en la escena del punk fuese un intento de ser parte de algo que contrarrestara aquella fragilidad.
En los libros recuperó su voracidad, una “lectora omnívora”: “Hasta los veinte no escribí demasiado aparte de las consignas escolares. Leía vorazmente. Clásicos, libros reconfortantes, libros inquietantes, novelas contemporáneas, literatura de género, historia, mitología y revistas”. Pauline Kael, Susan Sontag, George Orwell y Jorge Luis Borges son algunos de los autores que recuerda, aun cuando advierte que en esa compulsión por leer se colaba también ese gesto de desaparecer de la escena: “Leer es una forma de desaparecer de donde estamos. Viví en el interior de los libros y, aunque muchas veces se supone que los elegimos para viajar a través de ellos hasta llegar al final, en algunos me instalé”.
Solnit acepta que esa voracidad lectora, sin embargo, no resolvió cómo convertirse en escritora, un camino que incluyó años de trabajo como periodista y como empleada en el Museo de Arte Moderno en San Francisco. La autora tardó en encontrar su tono: “Tenía, en aquel momento, una voz con la que decía algo a una persona con la intención de impresionar a otras; una voz con la que no sabía demasiado de mis opiniones y emociones porque la lógica del juego determinaba los movimientos. Era una voz dura y atada corto”. Quería otra cosa, pero sabía que el problema era más profundo: “Ignoraba quién era yo. No puedes escribir una sola línea sin una cosmología“.
La ensayista comparte con los lectores los entretelones que la llevaron a escribir en 2014 “Los hombres me explican cosas”, el ensayo que se convirtió en best seller y que inauguró una corriente teórica que logró dar cuenta de hasta qué punto la opinión informada y especializada de muchas mujeres es invisibilizada cuando a fuerza de explicaciones masculinas. “Desde la publicación del ensayo he sabido de abogadas, científicas, médicas, especialistas en diversos ámbitos, deportistas y montañeras, mecánicas y otras mujeres que han recibido explicaciones sobre si área de conocimiento por parte de hombres que no tenían la menor idea de lo que hablaban pero que consideraban que el mundo estaba tan organizado que el saber era inherente al varón y su ausencia inherente a la mujer; que escuchar era nuestra obligación y estado natural y perorar, su derecho”, advierte.
El texto, que fue publicado en la Argentina por el sello Fiordo, zigzaguea en torno a la noción de mansplaining, un término que la también autora de “Una guía sobre el arte de perderse” acuñó a partir de una anécdota personal que tuvo lugar cuando durante una fiesta un hombre con el que conversaba desatendía sus comentarios mientras insistía en explicarle con arrogancia el argumento de un libro que precisamente había escrito ella.
Así surgió el planteo central de “Los hombres me explican cosas”, en el que Solnit problematiza la persistente desigualdad entre mujeres y hombres y la violencia basada en el género. No solo eso: la publicación instaló definitivamente el concepto de mansplaining como una práctica que busca deslegitimar los atributos de una persona –usualmente una mujer– a través del discurso. El New York Times seleccionó en 2010 la expresión como una de las palabras del año y cuatro años después el Diccionario de Oxford lo incluyó en su versión online. Poco después, la propia escritora salió a aclarar que no se trata de una práctica monopolizada por el género masculino.
Con este ensayo, Solnit le devolvió la voz autorizada a tantas y tan diversas mujeres y logró instalar la palabra en el diccionario y en la conversación pública, tal vez la forma más lineal de hacer aparecer una voz. Aunque por momentos aparece el eco de la narrativa Vivian Gornick o resuenan las mismas preocupaciones que llevaron a Leslie Kern a indagar con una mirada feminista sobre la geografía urbana, en “Recuerdos de mi inexistencia” se dibuja con claridad aquella cosmología original que Solnit tanto añoraba.
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