21 noviembre, 2024
Sociedad

“Somos el trofeo de la guerra contra las drogas”

Por Mariana Mora, para Revista Anfibia

Arte: Sadiel Mederos Bermúdez

Betty Maldonado vivía con su esposo y uno de sus hijos en la Ciudad de México. Tenía 42 años, tres hijos y casi dos décadas casada. Trabajaba en una fábrica de bolsas y vendía alimentos en la calle; su esposo trabajaba como hojalatero pintor. Siempre habían tenido una vida tranquila. Por eso se sorprendió cuando un día de agosto de 2009 un grupo de hombres llegó a su casa y le dijo que su marido debía casi 15 mil dólares por consumir cocaína. Betty no lo podía creer. A punta de amenazas, asumió la deuda de su compañero y empezó a trabajar con las organizaciones criminales para pagarla.

El trabajo de venta de Betty no duró mucho. El 3 de marzo de 2010 doscientos policías, apoyados por un helicóptero, llegaron hasta la casa. La detuvieron a ella, a su marido, a su hijo y a otras 19 personas que estaban en la vecindad. De todas las personas detenidas solo quedaron 8 sentenciadas. Betty fue condenada a seis años y seis meses de prisión por posesión, narcotráfico, narcomenudeo y portación de arma y cartucho de 9 milímetros.

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Telam SE

-Mi esposo se envenenó con la cocaína en los tiempos del calderonismo, cuando se abrieron las puertas en nuestro país y muchos familiares comenzaron con esa adicción.

Betty se refiere a la administración del ex presidente mexicano, Felipe Calderón, que declaró la guerra contra el narcotráfico en diciembre de 2006, a pocos días de haber asumido. La ofensiva se tradujo en la creación de la Ley de Narcomenudeo en 2009 y el endurecimiento de las penas a los delitos contra la salud. También entró en vigor en 2008 la Iniciativa Mérida, un programa bilateral antinarcóticos financiado por Estados Unidos y México centrado en el entrenamiento de policías y militares mexicanos y las reformas legales en el aparato judicial. El endurecimiento de las políticas prohibicionistas, que tomó solidez institucional en 2009, aumentó la población penitenciaria de mujeres en un 62.5% en un año, pasando de 21 mil 209 mujeres privadas de la libertad en 2008 a 34 mil 480 en 2009.

Que las mujeres empiecen a trabajar en la venta o tráfico de sustancias ilícitas para apoyar a sus parejas, como le pasó a Betty, es de lo más común. Incluso muchas son “obligadas por hombres en su entorno familiar, sujetas a dinámicas de violencia”, explica Viridiana Valgañón, abogada litigante de la organización feminista Equis, Justicia para las Mujeres. Pero las relaciones de poder con los hombres de su entorno no son el único factor de desigualdad que contribuye a que participen del mercado ilegal de las drogas: “hay mujeres que se involucran empujadas por la pobreza, por la marginación económica, social, incluso en muchos casos empujadas por la discriminación y violencia relacionadas con su raza”, dice Viridiana, quien junto a su equipo hace años que investiga el tema y acompaña a mujeres detenidas en causas por drogas.

El incremento de la población carcelaria femenina a partir de la guerra contra las drogas refleja la dinámica de criminalización de mujeres derivada de políticas prohibicionistas y punitivistas. En general las mujeres se involucran en actividades de alto riesgo y bajo rango, como la producción y el transporte, mucho más que los hombres, por lo que están más expuestas a ser detenidas y encarceladas que los hombres.

De acuerdo con datos del Censo Nacional del Sistema Penitenciario Federal en 2020, las mujeres privadas de la libertad por los delitos de narcomenudeo y delitos contra la salud representan el 40.8% de la población penitenciaria femenina en los centros federales y estatales, mientras que los hombres encarcelados por los mismos delitos representan un 31.4% de la población masculina.

Las características de estas mujeres coinciden en las intersecciones entre género, clase y raza que imbrican distintos estados de vulnerabilidad. “La mayoría ha vivido escasez de servicios estatales, son cabezas de familia e indígenas”, señala Romina Vázquez, coordinadora del área de comunicación para la incidencia en el Instituto RIA, una organización que se dedica a la investigación e incidencia en políticas de drogas para la construcción de paz.

Romina realizó una investigación sobre mujeres ex privadas de la libertad por delitos menores de drogas y encontró que “el 91.4% no tiene antecedentes penales, más del 80% tiene al menos un hijo o son cuidadoras y el 76.3% sufrió algún tipo de violencia por parte de la policía u otra autoridad al momento del arresto”.

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Dentro de la narrativa que el Estado construyó, el encarcelamiento masivo fue una forma de mostrar que la guerra contra las drogas estaba surtiendo efecto. “Lo que vemos es un despliegue desmedido de políticas punitivas, de persecución policial contra estas mujeres”, dice Viridiana y añade que el discurso oficial ha sido el de detener, procesar y sentenciar a grandes capos. “Este discurso se ha construido sobre las espaldas de estas mujeres”.

Para Betty Maldonado, el engrosamiento de las cifras para legitimar la guerra es claro:

-Fuimos un trofeo para Felipe Calderón.

En países como Estados Unidos o Brasil, el componente etnicoracial en el encarcelamiento masivo ha sido más evidente y rastreable que en México, donde se ha invisibilizado históricamente la racialización. Por un lado, no fue sino hasta 2019 que el Congreso reformó la Constitución para reconocer a las personas afromexicanas; por el otro, pese a que debería bastar con que la población indígena se autoadscriba como tal, el Estado sigue sin reconocerles si no hablan alguna de las lenguas (cada vez más exiguas) o alguna autoridad tradicional les avala con una carta. Sin embargo, tanto Viridiana como Romina coinciden en que las mujeres indígenas son especialmente vulnerables a ser criminalizadas y la mayoría de ellas son detenidas, juzgadas y sentenciadas sin la presencia de un traductor.

El periodista estadunidense John Gibler analiza en su libro sobre la guerra contra el narcotráfico, Morir en México, cómo “el control social racializado es el origen de la era moderna de la prohibición de drogas”. Y dentro de esta población criminalizada, las mujeres son doblemente vulnerables. En comparación con los hombres, ellas enfrentan mayor incertidumbre respecto de su situación jurídica. El 51.5% de las mujeres que estaban privadas de la libertad por el delito de narcomenudeo en 2019 no tenía una sentencia, en contraste con el 38.8% de los hombres.

Así se encuentra Citlalli Guzmán Ferrer, una mujer de 33 años que está privada de la libertad desde el 2014 sin una sentencia. A diferencia de Betty, que contó con el apoyo de alguien que financiara un abogado privado, el caso de Citlalli está siendo llevado por el defensor de oficio que ofrece el Estado, un hombre de trato déspota que se ufana de haber llevado casos de personas que han estado hasta 30 años en prisión sin una sentencia.

Antes de ser privada de la libertad, Citlalli era trabajadora doméstica. Estudió hasta tercero de secundaria y desde chica trabajó, primero ayudando a su mamá en un puesto callejero de revistas didácticas, y después limpiando casas. Tuvo a su primer hijo a los 19 años y poco después tuvo una segunda. El padre de los niños no asumió su responsabilidad y ella les crio y sostuvo con su trabajo y el apoyo de su red familiar. Después conoció a Fernando, el hombre junto con el que fue detenida el primero de abril de 2014.

Desde entonces, Marisol Ferrer, la madre de Citlalli se hizo cargo del sostenimiento y la crianza de sus nietos, la gestión jurídica del caso de su hija y, si sobra dinero, contribuir a los gastos de la prisión: desde galletas hasta artículos de salud menstrual.

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Como explica Romina Vázquez, los cuidados que ejercían las mujeres antes de ser privadas de la libertad son asumidos por otras mujeres, lo cual precariza su estancia en prisión más que la de los hombres, que suelen recibir muchas más visitas e insumos. Además, explica, las mujeres que son encarceladas por delitos contra la salud “están desafiando roles de género, por lo que es más común que se les prive de sus redes de apoyo y pierdan a su comunidad”.

Los hijos de Citlalli han sufrido agresiones escolares por la estigmatización a su madre, pero Marisol se mantiene firme en su solidaridad con su hija a pesar de que no tiene muy claro si es culpable o no de los delitos que le imputan. Por un lado, Citlalli es acusada de posesión con fines de venta de marihuana y pastillas psicotrópicas; pero también Fernando, su compañero, fue acusado de secuestro y, pese a que las víctimas no la señalan a ella, también se le atribuyó ese delito.

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Pese al encarcelamiento masivo, el porcentaje de población que había consumido alguna droga ilegal aumentó de 4.1% en 2002 a 10.3% en 2016. Desde muy temprano fue evidente que la estrategia prohibicionista no estaba cumpliendo los objetivos que el Estado aseguraba perseguir; sin embargo, hubo quienes desde el principio cuestionaron, no solo la efectividad de estas políticas, sino su intencionalidad. “Más que detener el narcotráfico, el financiamiento de la guerra contra las drogas ha propiciado una estrategia bélica que asegura acceso a las corporaciones trasnacionales a los recursos. Por medio de la Iniciativa Mérida, Estados Unidos auspició una réplica de la guerra al estilo colombiano en México”, escribió la periodista y socióloga canadiense Dawn Marie Paley en 2014 en su libro Capitalismo antidrogas: una guerra contra el pueblo. Dawn, que vive en México desde 2011 y cubre temas de violencia, explica la creciente militarización del país a partir de 2006 como un mecanismo para reforzar el control socioeconómico de las élites sobre la población. 

Además del cuestionamiento a la militarización y la violencia que ha derivado en más de 96 mil personas desaparecidas y más de 360 mil homicidios de 2006 a 2020, también se ha construido una fuerte crítica al encarcelamiento masivo de mujeres y otras personas vulnerables. Uno de los resultados más recientes de la incidencia política que ha hecho la sociedad civil organizada es la Ley de Amnistía, aprobada en abril de 2020. La organización Equis, Justicia para la Mujer, fue una de sus principales impulsoras; sin embargo, a un año de entrar en vigor, encuentran múltiples trabas en su implementación.

“La aprobación de esta ley prometía ser un parteaguas para el acceso a la justicia de las mujeres afectadas por la llamada guerra contra las drogas y para poblaciones históricamente vulneradas. Sin embargo, a un año de su publicación, esa promesa se ha quedado en el papel”, anuncia su informe Amnistía ¿Ya? Hasta el 30 de agosto de 2021, la Comisión de Amnistía había recibido 1,516 solicitudes para aplicar la Ley de las cuales 259 fueron realizadas por mujeres. Del total, 1,015 son por delitos contra la salud, la mayoría por transporte. Únicamente han salido de prisión por amnistía 37 personas, de las cuales 23 son mujeres. Todas estaban privadas de la libertad por delitos contra la salud.

“A estas personas que ya de por sí habían sido golpeadas por la pobreza y luego por la guerra contra las drogas, les vamos a exigir esta serie de cosas imposibles de probar”, explica Viridiana Valgañón de lo que han observado en los casos que acompañan. Se les pide que comprueben que fueron amenazadas, que se encontraban en una situación de violencia o incluso que acrediten que son indígenas. De las 14 mujeres que se autoadscriben indígenas y solicitaron una amnistía, solamente se aprobó la autoadscripción a 6 de ellas. A pesar de ser un mecanismo que prometía ser reparador, la interpretación de la Ley por la Comisión de Amnistía está impidiendo que las mujeres tengan acceso a la justicia nuevamente.

Además de las fallas en su implementación, Geras Contreras, oficial de proyectos en Equis en el área de políticas públicas, reconoce que uno de los grandes pendientes en la Ley de Amnistía es que no contempla un mecanismo para la restitución de derechos posterior de la amnistía, es decir, no atiende el proceso de reinserción social de quienes saldrían. “Entonces, las personas beneficiarias al final siguen teniendo los mismos desafíos que una persona recién liberada enfrenta”, diagnostica Geras, cuando en realidad, la amnistía implica que el Estado reconoce que la persona no debió ser encarcelada y no debería tener antecedentes penales.

Muchas personas ex privadas de la libertad manifiestan que salir puede ser tan doloroso como entrar. “Cuando uno sale de prisión sale con miedo, con terror”, cuenta Betty. Ella salió en 2016 y decidió no volver a su casa, al mismo contexto que la llevó a la cárcel. En vez de eso, se fue a vivir con una de sus compañeras, que ahora es su pareja, y en 2018 empezaron una colectiva de mujeres ex privadas de la libertad. Para muchas, volver a las mismas circunstancias en las que vivían contribuye a una posible reincidencia, además se suma el estigma y los antecedentes penales que vuelven casi imposible encontrar trabajo. Es por esto, que Betty y sus compañeras crearon Mujeres Unidas x la Libertad, para incidir en las vidas de las mujeres que salen y las que siguen dentro.

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Además de la amnistía, otro mecanismo jurídico que, construido con perspectiva de género y justicia social, podría contribuir a la descriminalización de muchas mujeres es la regulación del cannabis. Según las cifras oficiales, de los delitos de narcomenudeo, la mitad (50.1%) están relacionados con la posesión y comercio de cannabis, por lo que su despenalización tendría un impacto significativo en la población penitenciaria.

Eso pasaría en un escenario ideal y más bien alejado de lo que realmente está sucediendo con la regulación del cannabis en México. Desde hace más de tres años el proyecto de Ley Federal de Regulación de Cannabis pasa de la cámara de diputados a la de senadores y de regreso con modificaciones, prórrogas y discusiones interminables que a veces son interpeladas por la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) que le recuerda al poder legislativo, a través de sentencias, que tiene que regular la sustancia. La última declaratoria de inconstitucionalidad que realizó la Corte fue en julio de 2021 para eliminar la prohibición del consumo de cannabis en México; pero continúa existiendo el delito de posesión, lo cual da pie a la criminalización de personas usuarias, cultivadoras y vendedoras de pequeñas cantidades de cannabis.

Telam SE

El avance en la regulación del cannabis se debe al ejercicio de organizaciones de la sociedad civil que desde hace años luchan por un modelo regulatorio basado en la salud pública, los derechos humanos y la reparación a las víctimas de las políticas prohibicionistas de la guerra contra las drogas. Una de las organizaciones que estuvo presente en el parlamento abierto convocado por la Cámara de Diputados en diciembre de 2020 fue la Red de Mujeres Forjando Porros, Forjando Luchas, en la cual confluyen diversas organizaciones y alrededor de 50 mujeres, madres, activistas, cultivadoras, profesionales e investigadoras que se posicionan como feministas antiprohibicionistas. Presentaron al Congreso una serie de demandas, entre las cuales estaba eliminar la criminalización de la posesión simple y establecer plazos más reales en torno a la excarcelación de las mujeres que han sido privadas de la libertad por delitos relacionados con cannabis.

A casi un año del parlamento, Ángeles Lobos Palacios, activista feminista antiprohibicionista e integrante de la Red, tiene la sensación de que ese ejercicio fue “mera formalidad” y reconoce que el lobby de la industria canábica “va dictando la guía y tiene mucha presión, mucho dinero y mucho poder”, explica. En esto coinciden las organizaciones: se está regulando para un mercado industrial lo cual deja fuera a las víctimas históricas de las políticas prohibicionistas.

Desde el Instituto RIA, Romina considera que “la regulación tiene un enfoque muy empresarial, que está diseñada para que sea cooptada por empresas transnacionales que ya llevan mucho tiempo en la logística del mercado”. Esto se debe a que para participar del mercado legal se deberán expedir licencias, las cuales tendrán un precio de alrededor de 800 dólares. Lo que las organizaciones están exigiendo es que en los primeros años de regulación por lo menos el 80% de las licencias sean otorgadas a personas que ya están vinculadas con el comercio de una manera ilegal, “justamente para hacer este tránsito al mercado legal” argumenta Ángeles e identifica que se trata de “población del sector social, como ejidatarias o cooperativas”. También se estipula que el 50% de esas licencias estén destinadas a mujeres.

Por otro lado, lo que debería de suceder al aprobarse esta Ley es que se aplique de manera retroactiva y el Estado mexicano libere a las personas privadas de la libertad por delitos relacionados con cannabis; sin embargo, “lo que va a pasar es que cada persona va a necesitar que sus abogados interpongan una comunicación al juez, le pidan que se les libere porque esta conducta ya no es delictiva”, explica Viridiana y se pregunta “¿quiénes tienen para pagar un abogado?” 

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El proceso de regulación sigue abierto. El Senado tenía hasta el 15 de diciembre de 2021 como límite para aprobar la Ley de Regulación de Cannabis, sin embargo, se pospuso para el próximo periodo legislativo. Si bien las organizaciones y activistas están insatisfechas con el modelo regulatorio que está propuesto, en el Instituto RIA y la coalición Regulación por la Paz prefieren que se apruebe la Ley y sobre la marcha se vaya modificando a que se siga retrasando más.

En este escenario, más inclinado a la apertura de mercados que a la reparación social, limitarse al debate en torno a la regulación “oscurece la naturaleza militarizada de la guerra antidrogas”, en palabras de la periodista Dawn Marie Pailey. Si bien la administración de López Obrador tuvo un cambio discursivo sobre el paradigma de combate a las drogas en su Plan de Desarrollo e impulsó la regulación del cannabis y la Ley de Amnistía, la militarización del país sigue en aumento y las sustancias ilícitas siguen estando al centro de la narrativa en materia de seguridad. Esto se evidenció en la reciente publicación del Entendimiento Bicentenario, el tratado binacional que viene a reemplazar a la Iniciativa Mérida, aunque en esencia da continuidad a las políticas prohibicionistas y punitivistas en torno a las drogas y el control transfronterizo.

Podría parecer contradictorio, pero es más bien complementario, explica Geras Contreras: “la militarización es el brazo armado que está protegiendo la futura industria cannábica y al consumidor”, explica la investigadora, “está produciendo una división entre usuarios y productores dignos de protección y quienes no merecen la protección del Estado”. Finalmente, el prohibicionismo como excusa para el control Estatal, analiza Ángeles Lobos, tiene raíces clasistas y racistas. “Con estas guerras de baja intensidad se va fichando a la población pobre, joven, negra, mujeres, disidencias sexuales y genéricas”, comenta la activista.

Para Viridiana y Geras, desde Equis, la regulación por sí misma y tal cómo está no va a cambiar mucho la situación para las mujeres más vulnerables. “Más allá de los cambios normativos que tienen que ver con regulación, una de las grandes cosas que también tiene que cambiarse es esta lógica de persecución, de creación de delitos, de un discurso del enemigo”, sostiene Viridiana, “tenemos que empezar a mirar quiénes son las mujeres que se involucran con estos delitos”. Mujeres como Betty o Citlalli, que han sido precarizadas, vulneradas y después criminalizadas, pero Geras también hace énfasis en que uno de los grupos más afectados por esta guerra son las cultivadoras.

Pensando también en las cultivadoras de amapola y en que el 34.1% de las personas privadas de la libertad por delitos contra la salud fue por metanfetaminas y el 14.4% por cocaína, las organizaciones coinciden en que el cannabis es el primer paso para el camino de la regulación de todas las sustancias ilícitas. “Es lo que tiene a los militares fuera del cuartel: las drogas como concepto abstracto que decidieron poner como el enemigo a perseguir”, expone Romina.  Pero también todas coinciden en la importancia de regular sin un enfoque liberal y de mercado, sino “una regulación que apueste por una justicia diferente, que apueste por el reconocimiento de las víctimas de la guerra contra el narcotráfico, tiene que ser una regulación que ponga al centro a las víctimas”, afirma Viridiana.

Las feministas antiprohibicionistas parten de ese paradigma y se preguntan cómo articularse con otras luchas relacionadas como el movimiento de buscadoras de personas desaparecidas o las zapatistas. Por ahora se encuentran en la intersección entre el feminismo y el antiprohibicionismo, tratando de poner una perspectiva feminista a la lucha por la regulación, pero también de integrar la lucha por la regulación a los feminismos, porque en materia de drogas, el Estado les debe mucho a las mujeres.

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