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Se murió en sus brazos. Era mayo de 1999. Ella solo tenía 26 años. Ella, viuda. El psiquiatra le prescribió escritura. «Escriba, pero no lea», le dijo. Y así lo hizo. Llenó muchas páginas con su dolor. A mano, casi sonámbula. Y después lo dejó. Y pasó el tiempo. Y muchos años después, durante una mudanza, se reencontró con aquel viejo cuaderno, que por entonces ya era el vestigio de un mundo antiguo, olvidado, perdido. «Cada palabra nombra el vértigo», había anotado, muy al principio. No recordaba nada. «Sigo pensando que vas a volver. No se lo digo a Millán. Me da miedo que me llene de pastillas». Aquellas eran las palabras de una extraña. Aquello era un diario lleno de oscuridad, pero donde también asomaba la luz.
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